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CONSEJO DE CUERVOS. En ocasiones MORIR una vez no es suficiente.
Ciclo de la Prisión Infinita- Libro II
50 min lectura
MORIR OTRA VEZ. Un libro de Misterio, Magia y Terror.  Anterior El DIABLO y la PIEDRA. El mejor libro de terror del año. Siguiente

CONSEJO DE CUERVOS

«En ocasiones, morir una vez no es suficiente».


¡Sumérgete en la magia y el misterio del Ciclo de la Prisión Infinita, una saga épica que ha conquistado a miles de lectores de todos los rincones!
«El Diablo y la Piedra» dejó a los lectores sin aliento en un solo día, y «Morir Otra Vez» sigue sorprendiendo a nuevos públicos más allá del género fantástico.

Ahora, en «Consejo De Cuervos», el autor continúa demostrando su genialidad al crear personajes potentes y cautivadores que te llevarán a un mundo inimaginable.
En esta entrega, serás testigo de giros inesperados que te mantendrán en vilo desde la primera hasta la última página.


SINOPSIS de Consejo de Cuervos (Libro 2 del Ciclo de la Prisión Infinita).

Las líneas se han trazado y algo parecido a una incipiente alianza se ha fraguado al calor del fuego y de las explosiones entre la misteriosa Black Alice y el oscuro guardían de la ciudad. Sin embargo, el verdadero rostro del enemigo aún no ha sido revelado.

El poder y el alcance real de la corrupción del Amo Gris, todavía sigue siendo un misterio incluso para sus seguidores.

El intimidante Kaleb ha invitado a todos los implicados a reunirse en la urbe subterránea y aportar cuanta información de valor posean, pero cuando hay fuerzas tan poderosas en juego, las cosas rara vez salen como uno se lo espera.

Aunque pueda ver el futuro.


Consejo de Cuervos Libro 2

HUMO

El hombre dio una calada más a su cigarrillo, lenta, profunda. Y cuando exhaló el humo lo hizo de igual manera, alzando el rostro oculto entre las sombras de aquel callejón anónimo, admirando las luces de los grandes edificios y de los comercios de la avenida.

 —Pareces muy satisfecho de ti mismo —susurró una voz suave y femenina a su espalda.

Él no se movió, limitándose a cubrirse el cabello corto y cano con un sombrero negro que aún veló todavía más sus facciones.

 —No, la verdad  —contestó al fin. Y después de una pequeña pausa, añadió:

 —Y sí lo estoy, al mismo tiempo.

 —¿Cómo es eso siquiera posible?  —reprochó ella, inquieta.

 —Es posible en la medida que mis cuidadosas maquinaciones se han echado a perder. O gran parte de ellas, al menos.

 —¿Entonces?  —Se extrañó la mujer.

 —Bueno —Soltó el fumador una risita mientras sostenía el cigarrillo entre los dedos —, también estoy emocionado ante la posibilidad de nuevos retos. Llevo tanto tiempo jugando a esto que cuando consiguen sorprenderme, y digo sorprenderme de verdad, no puedo menos que agradecerlo. La inmortalidad puede acabar resultando muy tediosa, ya lo sabes.

Dejó caer la colilla que quedó en el suelo brillando. Un pequeño rescoldo naranja de calor en medio de la nieve sucia del callejón.

 —¿No piensas lo mismo, querida mía?  —La interrogó con una sonrisa perfecta en los labios y un glaciar en los ojos.

La mujer se estremeció y se caló aún más la capucha forrada de pelo blanco.

 —Él lo sabrá —dijo con voz temblorosa —. Si me obligas a repetirlo, lo va a saber.

La punta del zapato del hombre aplastó la colilla contra el suelo y cuando se dirigió hacia la mujer, había un amago de diversión en su voz:

 —Eso espero, mi querida Mnemósine. De hecho, cuento con ello —Comenzó a dirigirse hacia la avenida —. Ahora, caminemos. Deseo empaparme una última vez de la sociedad y el olor del animal humano antes de volver a extinguirlo.
 

Capítulo 1

El PASADO QUE NO FUE

Al día siguiente, la ciudad despertó con lentitud desacostumbrada, con la mayoría de la población agazapada en el interior de sus domicilios intentando obtener alguna información de lo que había ocurrido antes de aventurarse por las calles. Pocos comercios se atrevieron a abrir, en parte porque la electricidad no se había restablecido por completo en todo el casco urbano y la mayoría de las antenas de telefonía continuaban, por tanto, fuera de servicio. La evidencia de los saqueos que se habían producido durante la noche tampoco insuflaba confianza en los padres de familia, que prefirieron quedarse en casa con sus hijos.

Los servicios de emergencias, colapsados y agotados después de una larga noche batallando con los heridos y la histeria general, agradecieron la inesperada llegada del ejército y sus unidades móviles de emergencia. Por una vez, alguien en la administración central parecía haber evaluado con rapidez la gravedad de la situación y reaccionado en consecuencia. Unidades de bomberos y ambulancias pertenecientes a las poblaciones circundantes llevaban ya gran parte de la madrugada apoyando a los efectivos de la población. Hospitales de campaña se desplegaron con una velocidad inusitada y se atendía a todo el que lo necesitara.

Los informativos de la mayoría de los canales nacionales ya manejaban una versión «no oficial» de los hechos que se estaba distribuyendo a gran velocidad entre la población.

Al parecer, un desconocido grupo terrorista anarquista había introducido drogas alucinógenas en el suministro de agua potable de la población como maniobra de distracción para lanzar un ataque con lanzamisiles portátiles a la sede de Eternal Technologies, a la que consideraban un símbolo del poder empresarial y, por extensión, del estado opresor.

Kevin apagó el televisor cuando el CEO de Eternal, por videoconferencia debido a encontrarse fuera del país, iniciaba una rueda de prensa.

 —No sé qué ha ocurrido esta noche, pero desde luego no ha sido ninguna droga —Afirmó mientras sacudía la cabeza —. ¿Estado opresor?, ¿quién habla así hoy en día?

 —Te sorprendería. Y de todas formas hace años que bebo agua embotellada.  —Asintió a su lado Melissa, con la cara apoyada en su mano izquierda, mientras con la derecha movía la cucharilla de su café con leche.

 —Entonces argumentarán que se absorbe también por la piel y que si entraste en contacto con el agua ya estabas drogado.  —razonó Kevin siguiendo el hilo absurdo de las noticias.

 —¿Y si fuera cierto? ¿Y si todo lo que vivimos anoche fue el resultado de un mal viaje?  —sugirió ella.

Kevin resopló y se señaló el pecho sobre la camiseta, recordándole el tatuaje con el Wyrd.

 —Pues ya me dirás dónde encontré un tatuador a esas horas de la noche.

 —No había drogas en el agua.  —Oyeron una vocecita detrás de ellos.

Se giraron a la vez para encontrarse a David en el umbral de la puerta de la cocina, bostezando, aún medio dormido.

 —Buenos días, cariño.  —Le dijo Melissa al tiempo que se levantaba y le ponía una silla en la mesa, junto a las de ellos, mientras miraba a Kevin alarmada.

 —¿Y cómo lo sabes, fiera? Si te has pasado la noche durmiendo como una marmota.  —contestó su padre, intentando aparentar una despreocupación que estaba lejos de sentir.

 —Mmmm, no hay rastros de ácido lisérgico, mescalina o dimetiltriptina. Cloro, cal y los residuos y microplásticos habituales.  —soltó con total tranquilidad mientras se servía sus galletas con forma de dinosaurios.

Melissa le acercó un vaso de leche caliente con cacao mientras miraba a Kevin con una ceja enarcada.

 —Microplásticos —repitió Kevin.

 —Sep, están por todo. Yo hago como que no están ahí todas esas cosas, o no comería nada —contestó David introduciendo tres galletas de golpe en el vaso.

 —¿Qué, qué cosas, hijo?  —Le preguntó interesado y preocupado al mismo tiempo. Su hijo lo estaba volviendo a hacer. Expresarse como si tuviera sesenta años, una cátedra y se encontrara dando una clase magistral a unos alumnos torpes.

 Observó cómo dejó de desayunar por un segundo mientras se miraba el dorso de la mano y después la giraba con lentitud, como si hubiera algo sobre ella.

 —Todas las cosas, ahora tengo muy buena vista.  —Y con eso pareció zanjar la conversación y se concentró en su desayuno mientras su padre y su tía se contemplaban con preocupación creciente.

Entonces, comenzó a sonar el teléfono de Kevin.                        

✦ • ✦

Alice miraba la calle desde la ventana, ocultándose en parte tras una espesa cortina. Las calles eran un hervidero de actividad, con efectivos del ejército y de los diferentes cuerpos de policía y protección civil coordinándose entre sí para mantener el orden y, sobre todo, evitar más saqueos y dar cobertura a los servicios de emergencia. La pasada noche, el estado mental de algunos de los atendidos en las urgencias hospitalarias había propiciado todo tipo de ataques y agresiones físicas y verbales al personal médico. Los cuerpos de un par de enfermeras y un celador descansaban en las neveras de la morgue del hospital donde unas horas antes atendían a los heridos. Un policía local había perdido dos dedos de una mano mientras intentaba reducir al tipo que los había matado a dentelladas. Un frenesí caníbal e inexplicable en un joven hasta entonces sin antecedentes y por completo normal que tan solo se encontraba allí acompañando a su madre aquejada de un ataque de ansiedad. De repente y sin mediar provocación alguna, le abrió la yugular a la enfermera que los atendía. Y no había sido el único incidente extraño.

Al móvil de Alice no paraban de llegar reportes de todo tipo que Mike y Evan se apresuraban a marcar en un mapa de la ciudad, buscando un patrón que pudieran relacionar con el Amo Gris.

Había conseguido estabilizar a Evan a costa de horas de esfuerzo en mejorar su sistema de regeneración celular. Se había visto forzada a usar su propia genética como plantilla para ello. Lo que fuera que hiciera aquella arma, no tenía cura. Era como si una vez creadas, las nuevas células entraran en un estado de entropía precipitada, de autodestrucción. La única solución que había encontrado era darle la capacidad de sustituir los tejidos aún más rápido, pero eso le obligaba a alimentarse con mucha más frecuencia para mantener el ritmo.

 —Al menos vivirá.  —masculló mientras lo contemplaba de reojo colocando marcas rojas en el mapa.

Percibió como se aproximaba un integrante de su progenie y acudió a abrir la puerta. Nemrod se precipitó en el interior de la vivienda sin decir palabra, descolgándose el pesado mandoble y dejándolo apoyado junto a la entrada. Venía cubierto de polvo y tierra.

 —¿Y bien?  —preguntó ella.

 —El chico está muerto.  —comunicó dejándose caer pesadamente sobre un sofá.

Alice apretó los labios durante un segundo, mientras se masajeaba las sienes.

 —Maldita sea…

 —¿Por qué era tan importante?  —intervino Mike sin dejar de mirar el mapa —. Solo era un humano normal con un arma extraña.

Alice se acercó de nuevo hacia la ventana, observando al exterior sin ver en realidad lo que tenía delante. Su mirada vuelta hacia su interior, contemplando los pasados tres años.

 —De no ser por él ninguno de nosotros estaríamos aquí —dijo con voz sibilante —. Tenlo en cuenta la próxima vez, antes de juzgar a nadie con tanta ligereza, Mike.

Este no dijo nada y continuó añadiendo marcas en el mapa, pero en su interior se encogió al percibir la fría e intensa ira que surgía de su señora a oleadas.

✦ • ✦

Eneas aguardaba en el callejón que había sido su refugio durante tantos años. A esas horas de la mañana el sol brillaba con fuerza en un cielo despejado como pocas veces se ve sobre una gran ciudad, libre de contaminación y limpio. Sin embargo, el callejón siempre permanecía en penumbra; bien por las sombras del resto de los edificios, bien por su propia y peculiar naturaleza esquiva.

Había llegado temprano, tras un breve e inquieto descanso en el pequeño hotel a dónde los había enviado Kaleb a refugiarse. Ni siquiera tuvieron que identificarse ni disculparse por presentarse cubiertos de barro, suciedad y sangre ante el recepcionista. En cuanto los vio entrar asintió con la cabeza y les entregó las llaves de las habitaciones. En ellas encontraron todo lo necesario para asearse y varias mudas de ropa de su talla exacta.

Se encontraba llamando a la puerta de la habitación de Dimas, cuando se presentó una joven del servicio de habitaciones empujando un carrito con la cena. Dimas abrió en ese momento, aún con la toalla enrollada en su oronda cintura y les dejó entrar, apartándose con tanta torpeza que la toalla se le enganchó en el picaporte de la puerta y se quedó desnudo por completo frente a ellos. Aunque, después de estar compartiendo información con él toda la noche, estaba casi seguro de que el «accidente», había sido intencionado. Lo curioso es que la muchacha ni se había inmutado, limitándose a dejar el carrito en el centro de la habitación y susurrar un lacónico «buenas noches», al salir.

En cualquier caso, era un tipo interesante y mucho más inteligente y taimado de lo que pretendía aparentar. La cantidad de información sobre «las cucarachas» que había recopilado a través de pruebas y experimentos realizados por él mismo, era extraordinaria y arrojaba nueva luz sobre las radicales diferencias que existían entre los seguidores de La señora y el Amo Gris. También le había informado de la existencia de más gente con la que andaba involucrado en su investigación y que al parecer manejaban datos sobre la otra especie, los lagartos de seis patas.

Se habían separado al amanecer, no sin antes concertar una reunión en el callejón en cuyo interior se encontraba ahora.

La pasada noche le había enseñado que, al parecer, las cosas no ocurren solo una vez y con las palabras de aquella conversación con Kaleb muy presentes, buscaba indicios en el callejón que se le hubieran podido pasar por alto en su momento.

Se movía con precaución entre la basura y los contenedores, sorprendentemente escrupuloso, pero es que hacía mucho que no sentía la sensación de encontrarse limpio y, menos aún, la de llevar ropa nueva. Los contenedores se encontraban todos en su lugar pese a que sabía que Brian había enviado hacia el fondo a varios de ellos en su embestida desesperada por salvarle la vida.

 —Nada fuera de lo normal, pero —dijo en voz baja —, hay formas de ver mejor.

Sujetó la empuñadura del gladius oculto en el interior de su nuevo abrigo y aguardó un tiempo prudencial. Entretanto, caminaba con lentitud observando las marcas y arañazos de las paredes, buscando un patrón de algún tipo. Entonces, el mundo se tiñó de amatista una vez más y comenzó a advertir cosas. Había manchas de sangre y surcos de garras en las paredes, a diferentes alturas, lejos de la zona donde se encontraba su puerta camuflada.

«Han debido de andar subiendo y bajando por aquí con cierta frecuencia… y yo sin advertirlo», reflexionó con amargura, pensando en las otras víctimas infantiles de aquellas cosas. Hablaría con Kaleb para que le franqueara de nuevo el paso a aquella cueva y tener ocasión de recuperar los restos de los pequeños devorados por aquellas criaturas. Darles sepultura era lo menos que podía hacer.

Examinó el callejón de arriba abajo, sin encontrar ninguna otra particularidad. Sin darse cuenta, se había colocado en el punto exacto donde encontró el zapatito del bebé aquella noche de martes, el instante que lo había comenzado todo. Inclinó una rodilla allí y se apoyó en el gladius casi como si fuera a rezar, como un viejo soldado antes de la batalla. A la mente le llegaron fragmentos a medio recordar de alguna oración antigua, que ni siquiera era consciente de haber leído.

 —«Fuerza para los desalentados, esperanza para los oprimidos, justicia para los excluidos» …  —susurró.

«Yo mismo soy un excluido, ¿Quién me traerá la justicia?»

Iba a incorporarse, cuando giró ligeramente la mano que sujetaba el pomo del arma al tiempo que tenía la punta apoyada en el suelo. El callejón pareció temblar como un espejismo. No se movió un centímetro, mientras sus ojos iban de un lado a otro revisando las paredes, el suelo.

 —Igual, pero distinto.  —murmuró poniéndose de pie.

El sol estaba más bajo en el cielo y los contenedores destrozados como si hubieran sido usados como munición arrojadiza; la puerta de su refugio abierta y expuesto el interior. Había sangre seca en suelo y las marcas de haber arrastrado fuera un cuerpo hasta casi sus pies. En el suelo había algo brillante y se inclinó para recogerlo. El corazón le dio un vuelco al reconocer las llaves que llevaba siempre colgando del cuello. Su mano subió por reflejo hacia allí. Aún las llevaba puestas. Las levantó hacia la menguante luz de lo que parecía ser el atardecer y las halló manchadas de sangre y con marcas de dientes. Las dejó caer como si quemaran.

 —¿A dónde me has arrastrado esta vez?  —Le preguntó a la espada, como si de un ser vivo se tratase.

Caminó hacia la entrada del callejón con lentitud deliberada. Sabía que le estaban guiando hacia algo que preferiría ignorar, pero, por otro lado, era incapaz de resistirse al canto de sirena del conocimiento.

Allí, cerca de la salida, se advertía una enorme mancha oscura y reseca que parecía haber ido acumulándose procedente de algún cuerpo que hubiera estado apoyado contra la pared o el contenedor cercano. Se agachó y observó un extraño símbolo trazado de forma temblorosa contra la pared con lo que seguro era sangre. Debajo, una inscripción grande, en mayúsculas, que detuvo el corazón en su pecho.

Se dio la vuelta como un gato acorralado contra la pared, lanzando una estocada hacia la altura de su cabeza con toda su fuerza y velocidad. Retiró el brazo y se apartó raudo a un lado mientras la espada goteaba sangre maloliente. Un enorme cuerpo pareció vibrar, entrando y saliendo del espectro visible mientras se desplomaba con el corazón partido en dos. Antes de que acabara de caer, una segunda estocada le atravesó el cráneo desde la nuca.

Eneas quedó ahí, de pie contemplando las sacudidas agónicas del ser reptiliano.

Se inclinó de nuevo hacia la pared y apoyó la palma de la mano en ella.

 —Bendito seas, chico, una vez más.

En la pared, el mensaje escrito con sangre por la mano temblorosa de un moribundo, era claro:

DETRÁS DE TI ENEAS.

El sol volvió a cambiar de posición y el aire a ser limpio y fresco, y supo que estaba de nuevo en «su callejón» y no en cualquier otro. Brian había dejado allí otro mensaje que habría que descifrar. 

 —Espero que Kaleb te encontrara anoche. Tenemos mucho que explicarnos.  —dijo en alto.

 —¿Ya has comenzado a hablar solo? Si es lo que yo digo, acabaremos cogiendo moscas imaginarias en el aire.  —Escuchó una voz detrás de él.

Dimas había llegado y, con él, un hombre alto y una mujer joven que parecía arrastrar todo el cansancio del mundo. Se quedó admirándola por un segundo. Era muy hermosa y, de alguna forma, familiar. Pero no recordaba dónde la había visto antes. Se dio cuenta de que el otro hombre lo miraba con curiosidad y se presentó:

 —Bienvenidos, soy Eneas. Si ya estamos todos, os guiaré a nuestra pequeña reunión de conspiradores.

 —Yo soy Kevin, ella es Melissa —dijo el hombre alto, que añadió señalándole:

 —Tu… espada está goteando sangre de una de esas cosas, ¿verdad? No es un olor que se olvide con facilidad.

Eneas se giró buscando el cuerpo de la bestia, pero no encontró nada. «No pertenecía aquí, ni ahora. Ha debido quedar en ese otro… callejón», pensó con preocupación. Demasiadas posibilidades, demasiadas variables como para tenerlas en cuenta todas. «Si tuviera que plantearme un guerra en estas circunstancias, el mapa de batalla debería ser algo similar a una enorme cebolla con multitud de capas». Sacudió la cabeza, ¿qué tontería estaba pensando?

 —¿Estás bien, colega?  —Le interrogó Dimas.

 —Estoy, que no es poco  —contestó tomando un trapo viejo que asomaba por debajo de la tapa de un contenedor para limpiar el filo del arma antes de devolverla al interior del tahalí.

 —No os preocupéis por el dueño de la sangre. Ya no pertenece a este mundo. ¿Habéis traído linternas?  —Le preguntó a Dimas.

El aludido alzó con una mano la voluminosa bolsa de deporte que llevaba consigo como toda respuesta.

Eneas asintió:

 —De acuerdo, pongámonos en marcha.  

     
Capítulo 2

RASTROS EN LA ARENA

No había duda. Conforme más informes reunía, más sencillo resultaba ver el cariz que tomaba aquello.

 —Hay un patrón —anunció Evan, releyendo sus notas y cambiando algunas de las chinchetas del mapa por otras de diferente color —. Pero no creo que sea el que buscamos.

 —Explícate.  —Le requirió Alice.

 —Es sobre las denuncias de asaltos con mordedura o intentos de canibalismo… Según mis datos, los asaltantes son casi todos pertenecientes a la misma familia. En mayor o menor grado de parentesco. Los casos más extremos se dan en los que poseen relación consanguínea más directa, como padres, hijos y hermanos.  —informó.

 —Interesante, sigue buscando relaciones entre ellos.  —contestó Alice.

 —A sus órdenes, mi señora.

 —Mike, trasládate a esos hospitales y trata de averiguar algo más sobre esos sujetos. Escucha y no descartes cualquier cosa que oigas, por absurda que te parezca.

Se dio la vuelta encarando el sofá:

 —Nemrod, tengo una misión diplomática para ti. Ir, escuchar y callar. No necesitas más.

El aludido se levantó como impulsado por un resorte y se dispuso a recoger sus armas.

 —¿Dirección?  —preguntó una vez estuvo listo. De repente, parpadeó y compuso una mueca de disgusto al llegarle el pensamiento.

 —Ya la tienes. No pongas esa cara y acostúmbrate a esta especie de… telepatía. Estoy conectada a todos mis vástagos y ellos entre sí, pero de momento prefiero mantener nuestra red psíquica en silencio.  —Le contestó Alice con sequedad.

«Por no decir que a duras penas si podemos seguirle el rastro si él no quiere y eso incluye casi cero acceso a sus pensamientos», susurró su compañera en su interior. «Su simbionte sigue abrumado por la multiplicidad de su mente. Me temo que puede ser tanto un comodín, como una futura amenaza. ¿No estás depositando demasiada confianza en él?,» le interrogó.

Alice permaneció pensativa mientras el hombre salía por la puerta y esta se cerraba detrás de él.

«Confío en Nemrod. Es un cazador y un asesino despiadado, pero parece manejarse dentro de algún tipo de código de conducta. Lo que me preocupa es quien estaba al volante de la mente de Colin cuando perpetró el doble asesinato en la inmobiliaria», respondió mientras recogía unas llaves de un panel en la pared.

 —Continúa coordinando las búsquedas, Evan. Cualquier novedad relevante, me la comunicas de inmediato.

Mike se disponía a salir en ese mismo momento y Alice lo detuvo.

 —Espera. Al tiempo que compruebas los hospitales, quiero que me confirmes esta información.  —Le dijo entregándole una carpeta con un expediente. Mike lo hojeó con rapidez y levantó la mirada sorprendido hacia ella, que se limitó a asentir.

 —Tú hazlo.  —insistió mientras salían y cerraba la puerta detrás de ellos.

✦ • ✦

Zoé admiraba la ciudad sentada sobre el tejado de su casa. Había colocado una chocolatina dentro de un panecillo de manteca, como los que le daba su padre cuando era pequeña, y lo mordisqueaba despacio, un poco cada vez, saboreando el chocolate y los recuerdos que acudían a su mente. Hoy se había levantado nostálgica. Lo sabía desde el momento en que había suspirado al poner los pies en el suelo enmoquetado del apartamento.

La ciudad oscilaba entre la actividad intensa de los servicios de emergencias, y el aparente recogimiento de la población en sus viviendas. Se había decretado el estado de emergencia y se recomendaba a la población salir solo si era imprescindible, lo que ya estaba creando los primeros conflictos entre las autoridades y los civiles, porque ¿quién define lo que es y no es imprescindible para cada uno?

Un trozo de chocolate le cayó sobre el regazo y se apresuró a recogerlo y metérselo en la boca.

 —Eres demasiado golosa, esa no es forma de alimentarse.  —Le dijo alguien por detrás. No tuvo que darse la vuelta para saber quién era.

 —Lo que tú digas, vecino.  —contestó ofreciéndole el panecillo cuando se sentó a su lado. Después de un breve instante de duda, el chico le dio un mordisco pero sujetó con los dientes la chocolatina y la sacó del panecillo. Zoé la recuperó de un zarpazo, riéndose.

 —Pero qué cara tienes, so hipócrita —dijo.

 —Lo hago por tu bien, chiquilla.  —Le contestó aquel casi atragantándose de la risa, lo que le produjo un acceso de tos que lo obligó a inclinarse hacia adelante.

 —Aún te pasa poco.  —Lo riñó ella mientras se levantaba para darle unas palmadas en la espalda, al ver que la tos no paraba. Se agachó y recogió una pequeña botella de agua de plástico que tenía metida en un montoncito de nieve del tejado.

 —Toma, bebe —Ofreció.        

Mientras lo hacía, se inclinó un poco sobre la espalda de él y sus pupilas fueron alargadas como las de un gato durante un segundo. Después le acarició la cabeza con tristeza.

 —Lo has vuelto a hacer, ¿no?  —Le preguntó, a sabiendas de la respuesta que recibiría.

 —No sé de qué me hablas.  —contestó el muchacho devolviéndole la botella y limpiándose los labios con el dorso de la mano. Zoé entrecerró los ojos, ¿había visto un poco de sangre?

 —Tú mismo, Sam, pero te matarás si sigues con ello.  —Lo reprendió sin mucha fuerza mientras volvía a sentarse a su lado. No tocó el resto del panecillo. De repente no tenía hambre.

Permanecieron un rato allí, en silencio, con las piernas colgando fuera de la fachada, como si el simple hecho de permanecer allí no fuera peligroso. Zoé lo observó cómo miraba a lo lejos pero no podía precisar si contemplaba algo en particular, o solo dejaba vagar su mente.

 —Hagamos como siempre —dijo Sam de repente —. Yo imagino cosas sobre ti, y tú crees tener certezas sobre mí, pero en realidad nada es cierto, solo fantasías de jóvenes góticos y frikis.

Zoé lo miró, con sus tejanos desgastados y su camiseta de Zelda.

 —¿Quién soy yo, la gótica?  —Bufó, fingiéndose ofendida.

 —Te pasas el día escuchando metal y te ganas la vida dibujando historietas sobre una niña muerta lo que es seguro un reflejo de tu infancia triste y solitaria —Se interrumpió al notar la nieve bajándole por la espalda —. ¡Hey!, está helada.

 —Como que es nieve, ceporro. ¿Pero qué sabrás tú de mi infancia?  —exclamó ella.

Se quedaron observándose el uno al otro, sin hablar de nuevo. Al final, apartó ella la mirada.

 —De acuerdo —dijo —. Dejémoslo ahí, me gusta cómo estamos.

 —Sí, a mí también —contestó él.

 —Sin embargo, las cosas están comenzando a cambiar.  —añadió Sam.

Zoé cabeceó afirmativamente mientras observaba caer a la calle algunos montoncitos de nieve desprendidos del alero. Luego respondió:

 —Se huele la anticipación en el aire. Los fuegos artificiales de anoche son solo el preludio, ¿verdad? Lo percibo en mi sangre, resuena en mi alma.

 —Como una canción largo tiempo olvidada, pero que te es familiar en el mismo momento en que la escuchas.  —añadió Sam poniéndose en pie. El sol se reflejaba en su cabello rubio dando la sensación de estar formado por pura luz. «Etéreo», pensó Zoé, contemplándole por el rabillo del ojo.

 —¿Y entonces qué?  —preguntó ella reprimiendo un escalofrío.

La mano de Sam descendió y le apartó el pelo de la frente, mirándola con esos ojos de un azul tan claro que casi eran blancos.

 —Sé tú misma.

Zoé se quedó sola en el tejado, asimilando cómo su pequeña burbuja de seguridad se resquebrajaba por momentos. Sam nunca había sido tan críptico y, a la vez, nunca había desvelado tanto de sí mismo en el tiempo que habían compartido.

Desmenuzó el resto del panecillo para que se lo comieran los pájaros y bebió lo que restaba del botellín de agua. Después, se puso en pie y subió a la chimenea que era el punto más alto del edificio mientras miraba el horizonte haciendo visera con una mano.

 —¿A dónde estabas mirando, Sam?, ¿Qué andas pensando hacer?  —susurró.

 —Si este mundo se acaba, pienso sacar entradas para la primera fila, amigo mío. No me vas a dejar atrás.

✦ • ✦

Abrió la puerta de su antiguo refugio, preguntándose una vez más cómo se las había apañado Kaleb para dejarlo todo tal y como lo encontró la primera vez. Las enormes placas de uralita volvían a ocultar la puerta donde, una vez más, su candado colgaba intacto. Se descolgó las llaves del cuello ante la mirada interrogante de los demás y lo abrió sin problemas. Era el suyo, restaurado de alguna manera, como el resto del entorno del callejón. Se aventuró al interior para encontrarlo tal y como recordaba. Hasta su viejo carrito se encontraba allí. Lo había abandonado entre unos matorrales del parque el día que intentaron secuestrar a Brian. A la izquierda su colchón, a la derecha el enorme escritorio.

 —Aquí vivía yo hasta hace unos días. No hay mucho que ver, me temo.  —Informó mientras continuaba hacia la siguiente puerta.

 —Entraron aquí, ¿verdad?  —preguntó el tal Kevin.

Eneas se giró y lo vio pasando la mano por las hendiduras de las garras en la pared. No se había dado cuenta de que aún estaban ahí. Se acercó y las tocó él también. Percibió calidez al tacto y, por un segundo, imaginó el edificio como un enorme ser vivo, luchando por curar sus heridas, cicatrizando.

 —Sí, una de ellas al menos. Nos siguió al pequeño y a mí a través de todo el complejo subterráneo.

 —¿Un niño?  —preguntó la mujer, alarmada.

 —¿Complejo subterráneo?  —repitió Dimas, mientras sacaba unas grandes linternas y comenzaba a repartirlas.

Eneas asintió.

 —Las explicaciones después. Sospecho que habrá más gente en la reunión y no quiero contar lo mismo dos veces. Prosigamos.  —dijo atravesando las aún destrozadas puertas de doble hoja que daban paso a la fábrica. El resto se apresuró a seguirle. Los potentes haces de las linternas iluminaban mucho más allá de lo que su improvisada antorcha lo había hecho y la enormidad real de la nave le impresionó una vez más.

 —Isabelino… —Escuchó susurrar a la mujer, asombrada. La observó de reojo antes de contestar:

 — Eso creo yo también. Estos telares tienen casi doscientos años, aunque en su momento tuvieron que ser tecnología punta. La única incongruencia, es la bombilla incandescente de fuera. Con seguridad un añadido posterior —comentó Eneas.

 —Pero eso significaría que esta fábrica aún estaba en plena actividad unos cuarenta o cincuenta años después de su creación…  —contestó perpleja.

 —¿Y cuál es el problema? Para una empresa grande que se mantenga al día, no es una longevidad descabellada.  —preguntó Dimas.

 —El problema, es que ninguno hemos oído hablar de ella.  —Intervino al fin Kevin.

 —Algo así de grande continuaría en la memoria histórica de la ciudad por muchos años. En esa época dudo que existiera alguna instalación similar a esta en cuanto a tamaño y modernidad. No tuvimos una auténtica revolución industrial hasta casi mediados del siglo XIX.  —explicó Melissa —. Y esto casi parece estar dispuesto…

 —… para producir en serie.  —Finalizó Eneas. Iluminó con su linterna la puerta que se encontraba al fondo del pasillo que recorrían.

 —Dentro de ese almacén hay centenares de tapices, ordenados por calidades y tamaños. Muchos son idénticos, hasta el último detalle. No se dedicaban solo a tejer tela, hay auténticas obras de arte en este lugar.

 —Entonces, ¿son valiosos?  —preguntó Dimas, de repente interesado.

 —Dimas… —Le reprendió Kevin.

 —Es que es un desperdicio, la verdad. Y negar a la gente contemplar esas obras prodigiosas… eso no está bien —Acabó su parlamento Dimas, moviendo la cabeza negativamente.

 —Eres de lo que no hay.  — suspiró Melissa, aunque estaba sonriendo.

 —Pero si se estarán pudriendo ahí…  —insistió Dimas.

 —Si así lo deseas, se lo puedes comentar a Kaleb. Sospecho que es el propietario de todo esto. A ver qué le parece —soltó mordaz Eneas al tiempo que señalaba delante de él:

 —Por aquí. Descenderemos por las escaleras que hay detrás de esa puerta… o lo que queda de ella —informó mientras doblaba a la izquierda y vislumbraba el amasijo de hierros que a duras penas colgaba de uno de los goznes.

Le gustaba esta gente. Si eran capaces de bromear después de haber visto y enfrentado a esas cosas, es porque eran fuertes de corazón. E iban a necesitar mucha de esa fortaleza en los días venideros.

Descendieron con rapidez los siete niveles por las escaleras, hasta que acabaron frente a la puerta que Eneas conocía tan bien. Aguardó hasta que estuvieron todos en el pequeño rellano.

 —¿Qué hay detrás de las otras puertas?  —Se interesó Kevin.

Eneas se encogió de hombros mientras alargaba la mano hacia la puerta, percibiendo el familiar frío glaciar que emanaba de ella.

 —Lo ignoro, están todas cerradas. Muy bien cerradas —contestó empujando la puerta.

 —La escalera sigue descendiendo, ¿hasta dónde llega?  —preguntó Melissa, asomándose por la barandilla.

Eneas se detuvo, con la puerta a medio abrir y contestó con la cabeza agachada:

 —Una vez intenté llegar al fondo. Me quedé sin comida ni agua y al final, sin luz. Me vi obligado a regresar a oscuras y al llegar a la superficie habían pasado casi tres días. No volví a intentarlo.  — explicó. Y cruzó el umbral.

• ✦

El hombre llamado Mike sujetaba una pequeña linterna con la boca mientras revisaba una y otra vez los resultados forenses que había logrado localizar al fin en el almacén del hospital.

Como esperaba, pues ya estaba advertido, su contrapartida informatizada no existía, borrada por medios aún por determinar. La Señora tenía un equipo militar especializado en informática forense indagando para averiguar el sistema utilizado para eliminar la información así como el origen del ataque.

Lo que se mostraba ante sus ojos no guardaba el más mínimo sentido. El informe mencionaba muerte por amputación traumática de extremidades debido al ataque de algún animal salvaje, todavía sin identificar.

«Es imposible», se repetía una y otra vez al observar las fotos.

Pese a los daños y las heridas, el rostro del chico era reconocible. Era el mismo junto al que luchó en las alcantarillas, el tal Brian. Comprobó la fecha de nuevo, databa de tres meses atrás. El problema ya no era que hubiese un informe declarando muerto a un tipo al que había visto moverse hace tan solo unas horas. El problema es que ya era el tercer informe forense certificando su defunción de forma a cuál más cruenta, que encontraba en dos hospitales distintos. El mismo número de identificación y de la seguridad social. La misma dirección. Las circunstancias y los lugares variaban, pero el final siempre era el mismo. Al muchacho se lo habían cargado los perros de la guerra del Amo Gris. Comprobó la firma del forense encargado de las diferentes autopsias… «Increíble», pensó.

Las dos autopsias que se habían realizado en ese mismo hospital, con unos meses de separación, las había realizado el mismo hombre. Guardó los documentos en la pequeña mochila negra que llevaba y se dispuso a salir de allí. Aún le quedaban hospitales que visitar, pero ya había decidido que cuando finalizara su recorrido, iba a tener que hacer una visita a ese médico tan distraído.

✦ • ✦

Entretanto, Alice se encontraba en el interior de una pequeña casa de dos plantas, situada en uno de los barrios más antiguos de la ciudad. Caminaba en completo silencio, observando hasta el mínimo detalle de la decoración de la residencia de los Marsden.

«Muebles oscuros, pesados y antiguos, con probabilidad heredados. Eran un matrimonio de jubilados, casi con total seguridad», cavilaba según recorría las estancias a oscuras. Pasó la mano por la mesa del comedor y la retiró llena de polvo. El aire también olía a humedad y encierro. La vivienda llevaba tiempo sin usarse. La nevera estaba vacía y desconectada de la luz, con la puerta abierta y el cable del enchufe colgando de ella. Los armarios de la cocina estaban vacíos. Sin embargo, había algo que le estaba molestando, algo no encajaba allí y no daba con ello.

Subió las escaleras de madera admirando los cuadros de paisajes que la acompañaban en su ascenso a la siguiente planta, e inconscientemente, se detuvo a enderezar uno de ellos que estaba un poco ladeado.

 —Claro —murmuró, al darse cuenta de qué era lo que faltaba allí.

Las fotos de familia, omnipresentes en todos los hogares, brillaban allí por su ausencia. Llegó arriba y abrió la primera habitación que encontró. Era una estancia pequeña, la que hubiera usado un hijo adolescente o incluso un adulto que aún viviera con sus padres. Era bastante espartana. Una cama, una mesita de noche, armario y un pequeño escritorio. No había posters, ni cuadros ni nada que diera un toque de personalidad al cubículo. Se acercó al escritorio y acarició la superficie. Los bordes de la melamina estaban desgastados por el uso habitual. Alzó la vista y advirtió que los estantes estaban algo combados.

«Le gustaba leer, quizá también escribía. Huele a soledad y sueños rotos. Nos hubiéramos llevado bien, Brian», pensó, pasando la mano por el lateral del mueble. Apreció unos arañazos y al observarlos de cerca, vio que había algo escrito usando la punta de un cuchillo o algo semejante.

«Nunca más, no en mi vigilia», rezaba la inscripción.

No había mucho más que ver allí, así que se trasladó a la siguiente habitación.

«Cerrada, no importa», pensó apoyando el hombro en ella y dando un pequeño empujón. El marco quedó astillado, pero accedió a la habitación.

Alice abrió los ojos con sorpresa. Esto sí que no se lo esperaba, aquella habitación era otro mundo. Esta sí que era el cuarto de una adolescente. Cortinas blancas con profusos bordados, paredes salmón claro y muebles blancos e impolutos. Había peluches encima de la cama, incluido el típico unicornio de crines de colores chillones, estantes abarrotados de literatura juvenil y multitud de fotos de la chica con sus padres.

 —En realidad no… — se extrañó mientras las revisaba una a una.

 —Las fotos son de una niña demasiado pequeña como para que usara este cuarto.  —Reflexionó en voz alta mientras abría el armario ropero. Frunció el ceño. La ropa era de una talla similar a la suya, no la de una niña. Pero tampoco era la que se pondría una chica joven, al menos no en este siglo. Además, los pocos vestidos que había colgados parecían no haber sido usados nunca.

Cerró el armario y observó la disposición general de la habitación. El escritorio estaba repleto de esas fotos, casi siempre del padre y la niña. O ambos progenitores junto a ella. Brian no aparecía en ninguna.

En el centro del escritorio, había una pequeña figura de la Virgen María, sosteniendo un rosario de madera entre sus brazos extendidos.

Alice asintió, estaba claro. Aquel cuarto era un museo, puede que un altar a un ser amado que ya no se encontraba en este mundo.

 —¿Qué ocurrió Brian? ¿Qué viviste que te cambió para siempre? ¿Murió tu hermana y tu familia te borró de su existencia? Las paredes de esta casa rezuman culpabilidad e ira. Necesito saber más de ti… Y antes de que acabe el día, nadie te conocerá mejor que yo.

✦ • ✦

David estaba bastante mosca con su padre y con su tía Melissa. Le habían dejado con doña Teresa, la oronda vecina del tercero, mientras salían a hacer no sé qué recados; y sabía a la perfección que le habían mentido. De hecho, intuía que el asunto podía ser hasta peligroso para ellos, de tan tensos que se marcharon los dos.

Para colmo, esta señora no hacía otra cosa que ver culebrones turcos en la tele mientras comía un paquete de pipas tras otro. Las pipas habían estado bien un rato, pero dos horas viendo las evoluciones en pantalla del tipo ese melenudo con barba, eran demasiado para su cordura infantil.

Se había refugiado de forma temporal en la cocina a la que había acudido con el pretexto de ir a por un vaso de agua, pero en realidad lo que buscaba era el balcón de la misma. Lo que fuera con tal de respirar aire, la casa de esa mujer olía a fritanga y lejía y lo mareaba.

Estaba absorto mirando el paso de los camiones del ejército por la calle, cuando una voz familiar se escuchó a su lado:

 —Hola, ¿qué haces aquí?

Se dio la vuelta sorprendido y la vio sentada sobre la barandilla, balanceando las piernas.

 —¿Alyssa?

 — Me puedes llamar Aly, si quieres, claro.  —respondió ella casi con un poco de timidez.

David se asomó por el balcón mirando hacia abajo y luego hacia arriba.

 —¿Cómo has subido hasta aquí?  —preguntó con más curiosidad que extrañeza.

 —¿Estás buscando una cuerda?  —Le preguntó ella a su vez, divertida.

David se encogió de hombros y se quedó como ausente un segundo. Alyssa lo miró con curiosidad.

 —Pliegue espacio-temporal —exclamó David —. Así has venido.

Ahora le tocó el turno a la niña de quedarse con la boca abierta. Después se echó a reír con absoluto regocijo.

 —¿Qué es tan gracioso? ¿He dicho una tontería?  —La interrogó David, sonriendo a su vez.

La niña se bajó de un salto de la barandilla, se acercó y le dio un beso en la mejilla. Después se retiró un poco hacia atrás, con las manos puestas en la espalda.

 —De verdad que eres único… Y lo mejor es que no sé ni cómo lo haces.  —Le explicó.

 — Es un secreto —contestó él encogiéndose de hombros.

Alyssa asintió con fuerza.

 —Por supuesto —Y añadió —. ¿No quieres saber qué está haciendo tu padre en estos momentos?

David se quedó en silencio, ponderándolo. Después movió afirmativamente la cabeza.

 —Supongo. Estoy preocupado por él y por la tía.

 —No corren peligro, no inmediato al menos. Pero sí que deberías saber en qué andan metidos. O eso creo.  —Se quedó pensativa un rato.

 —Sí, deberías ir. Está todo un poco raro, pero creo que es lo justo.  —Acabó afirmando.

 — ¿Y doña Tere? Si me voy se preocupará.  —razonó David.

 —Se ha quedado dormida durante la pausa publicitaria. Estaremos de vuelta antes de que se dé cuenta.

 —¿Está muy lejos? Es por coger la bici o no.

 —Nos vamos ya.  —Le contestó Alyssa saltando sobre él repentinamente y abrazándole, muerta de risa.

Un instante después, en el balcón solo permanecía el eco de las alegres carcajadas de los dos niños.

✦ • ✦

Mike se encontraba frente a lo que debía ser lo que quedaba del doctor Martin, forense del Hospital La Caridad y autor del doble informe de Brian Marsden. El buen doctor se encontraba reducido a un amasijo de piel apergaminada que a duras penas sostenía los huesos en su lugar. Acostado en su cama, con el mando de la televisión en la mano y un cenicero en la otra. La casa era pasto de los insectos, que circulaban de un lado a otro de la misma con total impunidad.

«Es un milagro que no provocara un incendio, por otro lado, esto tiene la firma del Gris», pensó. Ahora no podría preguntarle cómo no reconoció a la misma persona con heridas tan tremendas y anormales en una gran ciudad, pero parecía que estaba bastante claro.

Era lo que ellos llamaban un «descarte». En ocasiones, el huésped humano resistía con cierto éxito a la influencia de la larva implantada en su cerebro por el Gris o uno de sus acólitos, cuando no directamente se convertía en un entorno hostil para esta. En esos casos, el sujeto funcionaba con cierta autonomía durante algún tiempo, hasta que el Gris lo reclamaba y comenzaba una lucha por el control del cuerpo.

Con seguridad lo habría usado como títere humano para esconder el rastro de sus operaciones. Un médico forense firmando autopsias a medida era una herramienta invaluable en esos momentos de la infiltración. Por desgracia, esos sujetos se «quemaban» a gran velocidad, falleciendo cuando colapsaba la larva que los parasitaba.

 —Me pregunto si no tendrá algún médico más bajo su bota…

Sin embargo, mientras seguía rebuscando entre las pertenencias del difunto, decidió llamar a su señora.

 —¿Tiene un momento?  —preguntó al escuchar la voz de Alice al otro lado —. Bien, porque esto es un poco largo de contar y sospecho que el Amo gris ha ido por delante de nosotros en todo este asunto.

✦ • ✦

Alice colgó el teléfono mientras caminaba por un sendero de piedra blanca, rodeado de nieve y arbustos con pequeñas y delicadas flores que de alguna manera habían sobrevivido a la nevada. Aquí y allá, se afanaban los cuidadores en despejar los accesos de nieve y hielo. Ascendía por una colina orientada al mar, situada en el interior de un pequeño cementerio privado. Se dirigió a la zona cercana a la cascada artificial que hacía las veces de jardín del recuerdo, dónde en ocasiones los familiares derramaban las cenizas de sus seres queridos. Iba revisando los nombres de las tumbas, buscando confirmar lo que ya había imaginado al visitar la casa familiar.

«Aquí», se detuvo frente a una lápida sencilla de mármol blanco, fulgurante a la luz de la mañana, con nombres inscritos en letras doradas. Se inclinó sobre ella para apartar la nieve que la cubría parcialmente.

LINDA GALIANO — CONNER MARSDEN

«El perdón es un regalo silencioso que dejas en el umbral de la puerta de aquellos que te han hecho daño.»

La cita le era desconocida pero la dejó meditabunda hasta que escuchó unos pasos suaves sobre la piedra y alzó la vista para ver quien venía por el camino. Una joven con el delantal de la floristería que se encontraba en el interior del recinto, cerca de la entrada. Se detuvo, azorada, cuando la vio inclinada sobre la lápida.

 —Disculpe, no sabía que había alguien, volveré después.  —dijo.

Alice se puso en pie y le sonrió.

 —Tranquila, ya me marchaba. Solo me llamó la atención la inscripción.

 —Sí, es un poco extraña, ¿no? No parece que los hubiera perdonado, en realidad.  —Dijo dejando junto a la tumba un bonito jarrón con flores frescas y recién cortadas.

 —¿Traes flores todos los días?  —preguntó Alice, curiosa.

La muchacha asintió, mientras arreglaba el ramo y se aseguraba de que quedaba estable sobre la base para el jarrón que había desenterrado de la nieve.

 —Cada vez que comiencen a mostrarse marchitas o haga mal tiempo. Lo mismo para la tumba de la hermana, la más bonita de todo el camposanto. Solo que allí no pongo jarrón, tiene un pequeño parterre con Nomeolvides. Está debajo de un árbol, resguardada del viento, un poco más abajo. Al otro lado de la colina.

 —Conozco al hijo, Brian. Imagino que es quien paga todo esto —comentó Alice.

 —Supongo. Sé que tienen domiciliado el cobro por adelantado pero nada más —contestó la muchacha levantándose y sacudiéndose las manos en el delantal —. Hace bastante que no viene por aquí de todas formas. En fin, ya he acabado, vuelvo a la tienda. Que tenga un buen día.

 —Igualmente.  —Se despidió Alice contemplándola mientras descendía por el camino colina abajo.

Ella, en cambio, lo hizo por el lado contrario. Quería revisar la tumba de la hermana y no tardó en encontrarla, debajo de un grandioso tejo cubierto de nieve. Sobre ella, realizada en mármol blanco, una reproducción perfecta de la Piedad de Miguel Ángel. En la base, tallado, el nombre de la muchacha y una inscripción.

EVA MARSDEN GALIANO

2001-2018

«Nunca me has abandonado»

Era curioso que en la tumba de los padres no constara el segundo apellido de la madre ni la fecha de defunción. El padre sabía que era británico, los periódicos viejos que encontró en la vivienda, eran ejemplares del Daily Telegraph y The Times. Pero la madre, de momento era un misterio. Comenzó a caminar en dirección a la salida del camposanto. Tampoco era algo a lo que debiera prestar atención ahora. Ya sabía lo suficiente para confirmar sus propias sospechas y las de su reciente… «asociado».

Marcó con lentitud, mientras trataba de ordenar sus propios pensamientos. Todo lo que rodeaba al muchacho comenzaba a alcanzar una complejidad difícil de desentrañar. Al principio le movía la curiosidad y cierta gratitud. Ahora, temía haber subestimado la importancia que este podría llegar a tener. Y eso sí que le preocupaba sobremanera.

Alguien descolgó al otro lado de la línea y Alice solo pudo decir:

 —Tenías razón.

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