En un futuro distópico, donde la humanidad se encuentra en decadencia y los androides dominan la sociedad, Deviant Harris, el último detective humano, se enfrenta a una investigación que pondrá a prueba todo en lo que cree.
Le han encargado resolver el asesinato de un líder androide en un imponente edificio autosuficiente, un caso que podría cambiar el rumbo de la historia de llegar hacerse público. Sin embargo, no todo es lo que parece y alguien está decidido a sabotear sus esfuerzos.
Mientras tanto, la nueva droga Barbarian se propaga por la ciudad como un incendio, exacerbando los miedos y la desconfianza hacia los androides.
¿Será capaz de descubrir la verdad detrás del asesinato y detener a los responsables antes de que sea demasiado tarde?
DESTELLO FINAL, una aventura llena de giros y sorpresas te espera en esta sociedad dividida, donde la vida humana vale poco y la justicia es un concepto cada vez más ambiguo.
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Es divertido cómo la perspectiva de la muerte inminente puede cambiarte. No me refiero a la oleada de adrenalina que te inunda el cuerpo, una sensación frenética e inútil que no te lleva a ningún lado, sino a la increíble sensación que se produce en el cerebro cuando la percepción del tiempo se trasforma. Lo que en realidad es solo un instante efímero se convierte en una secuencia interminable de recuerdos que aparecen y desaparecen como flases de paparazi en la alfombra roja.
O eso es lo que me habían dicho que ocurría.
La verdad es que alguien o algo me arrojó por una de las ventanas de la suite principal de la Torre Imperio hace dos segundos, y considerando que hay tres kilómetros de altura entre mi posición y el suelo, calculo que me quedan otros 44 segundos para pensar en cómo escapar de esta situación.
El microprocesador que tengo implantado en alguna parte de mi cráneo para gestionar la velocidad de mis sinapsis se activó hace un segundo y medio, confirmando que aquel traficante de tecnología de mierda me engañó con las especificaciones (nunca confíes en un excuñado). Supuestamente, ese pequeño dispositivo debería reaccionar de inmediato ante situaciones de vida o muerte. Pero aquí estoy, cayendo a mi muerte, sin ayuda a la vista y el cacharro decide tomarse su tiempo para iniciarse.
Mientras mi abrigo de cuero sintético ondea en el viento y los vidrios que se publicitaban como indestructibles de la ventana bailan a mi alrededor en cósmica sintonía, trato de fijar la visión telescópica de mi ojo izquierdo y tomar una foto del bastardo o la bastarda (no discriminemos) que me lanzó. Tomo un par y luego dejo de lado el tema, porque mi maldito chip está demasiado ocupado calculando la velocidad y la trayectoria de los fragmentos afilados que me rodean en mi descenso involuntario. Como si pudiera esquivarlos.
El grueso de la lluvia de micro cuchillos ralentizados se acerca y sé que me va a doler.
«Nota mental para mí mismo: conseguir un inhibidor del sistema nervioso si salgo de esta».
Cinco segundos y medio de caída, y los cristales me golpean de lleno pero logro salvar los ojos; medio segundo después los dejo atrás cuando la gravedad se aferra a mí con más fuerza que a los vidrios.
La breve parábola que describí cuando salí despedido ha terminado y ahora estoy en caída libre. Mientras me doy la vuelta en el aire y dejo de contemplar el polvo de estrellas que parece ahora la nube de cristales rotos, el procesador se acelera y empiezo a considerar mis opciones al tiempo que a mis sentidos la caída se demora de una forma absurda.
Nada mal, tal vez no debería matar a mi excuñado después de todo. Ah, por cierto, mis disculpas.
Con probabilidad te estés preguntando qué demonios está sucediendo aquí y quién diablos soy yo, pero hacía décadas que nadie me lanzaba a una muerte probable. Mi nombre es Deviant Harris y soy el último detective humano de la Tierra.
Pero supongo que ahora seré el último detective muerto de la Tierra.
Esto no es un chiste, es un problema. Sabía que iba a ser un dolor de cabeza desde el principio, pero la oportunidad de ganar una buena (escandalosa, en realidad) cantidad de dinero era demasiado tentadora como para pasarla por alto. Me mantengo en forma para mis cuarenta y tantos bien llevados y poseo refuerzos biónicos y mejoras físicas artificiales instaladas, pero incluso yo no puedo esperar salir indemne de un choque a esta velocidad con el pavimento que está esperándome abajo.
Las posibilidades de convertirme en un puré sanguinolento salpicado de lucecitas y algún que otro servomotor aumentan con cada segundo que pasa. Por fortuna, mi asesino ha olvidado tomar en cuenta algunas variables importantes que espero puedan frustrar sus planes.
La primera es que este monstruoso edificio, dedicado a un ego aún más grande e inhumano, está ubicado en el centro de la ciudad. Una megalópolis fortificada en su periferia, donde humanos y no humanos conviven apiñados como ratas. La clase media vive a pie de suelo y en los viejos rascacielos que conforman algo semejante al skyline típico de la Nueva York de principios del siglo XXI, mientras que los pobres y desheredados viven bajo tierra.
«Morlocks», los denominó hace siglos algún periodista listillo entusiasta de la literatura antigua.
La clase media es el objetivo actual de las megacorporaciones y las pequeñas industrias, siempre ansiosas por encontrar un bolsillo que esquilmar. El cielo a esa altura está lleno de aeronaves publicitarias que bombardean las calles con luces de neón y altavoces estridentes. Una flota de dirigibles automatizados en su mayoría, que son los responsables, entre otras cosas, de que la gente común no pueda ver las estrellas desde hace décadas.
—¡Y uno de esos cacharros va a salvarme! —grito al aire, dejándome llevar por la euforia irracional que me domina en estas situaciones. Extiendo los brazos y las piernas para ofrecer mayor resistencia al aire y ganar alguna décima al destino, hasta que diviso un dirigible de tamaño aceptable y me retuerzo tratando de caer sobre él.
En las viejas películas clásicas, esas de finales del siglo XX e inicios del XXI, el protagonista era capaz de aterrizar sobre un globo aerostático y deslizarse hasta la cesta sin sufrir ni un rasguño. Yo me huelo que voy a tener bastantes más problemas. Cruzo los antebrazos por delante de mí rostro y elevo una oración destinada a Crom y a toda su puta descendencia mientras atravieso la estructura rígida de la nave con un estruendo ensordecedor; como una bala de cañón.
Golpeo en la góndola inferior y los dientes me crujen tanto con el impacto que creo que me he tragado alguno. Una de mis piernas se balancea en el vacío porque casi la atravieso, pero no tengo tiempo de celebrar mi buena suerte. Una de las bolsas de gas se ha roto y el hidrógeno (sí, hidrógeno), se prende sobre mi cabeza desatando un infierno. Los obligatorios drones antincendios se desprenden de los laterales de la góndola y se elevan tratando de sofocar el fuego.
Desesperado, me aferro a la consola de mantenimiento, intentando cambiar el rumbo y aproximarme a alguno de los edificios más cercanos donde poder saltar al tejado.
Un vistazo rápido me muestra que hay una multitud de curiosos ahí abajo, ajenos al peligro. No les culpo, desde su posición debe de ser todo un espectáculo. El dirigible reacciona con pereza a mis comandos, enfilando un edificio marcado para derribo un poco más allá. Entonces el resto de las bolsas de gas se inflaman y el mundo se va a la mierda.
Salgo despedido (otra vez) hacia un callejón desierto y carente de comercios con apenas un par de metros de separación entre sus paredes. Hay tal cantidad de basura apilada en su interior que consigue amortiguar mi caída aunque al precio de casi morir de asco. Cosas vivas se arrastran por mi cara mientras excavo un camino de regreso a la superficie de este montículo de mierda y restos de comida podrida, pero al sacar la cabeza fuera, una ráfaga de luz y calor me alertan sobre la inmensa bola ígnea que se precipita sobre mí.
Ahogo una maldición y me zambullo de nuevo esperando que la presencia y la humedad de cientos de bolsas de comida china a medio digerir (ya os explicaré esto) sean suficientes para aminorar la explosión. Lo son. A duras penas.
El callejón se incendia como una pira funeraria y el calor es tan salvaje que hasta los androides más curiosos se ven obligados a retroceder a una distancia prudencial. Los veo a través del fuego y me pregunto que estarán pensando al verme emerger de entre las llamas con el cabello ardiendo y la ropa humeando pero intacto. Lo averiguo casi de inmediato.
«Debe de ser un tipo 7 con componentes militares», oigo que uno de los androides le murmura a su compañero que me observa como si yo fuera la segunda venida de Cristo.
Genial, ahora soy una leyenda urbana. Los androides tipo 7 son una quimera a la altura del yeti o de los unicornios, más o menos. Pero me viene bien la confusión para mantener el anonimato, así que me meto en el papel y al pasar por su lado levanto el dedo índice de mi mano derecha hasta el chamuscado lóbulo de mi oreja y digo en voz alta y átona:
—Misión completada, objetivo neutralizado. Solicito extracción inmediata.
Y en cuanto alcanzo el siguiente callejón me esfumo corriendo como alma que lleva el diablo, pensando en el segundo error que ha cometido mi asesino:
Subestimar mis ganas de vivir.
Al llegar a casa tengo por costumbre hacer dos cosas: quitarme los zapatos y dar de comer al gato. Estoy seguro de que esperabas que fuera a decir algo en plan machote, no sé, tal vez como:
«Me abro una cerveza (mejor un pack de seis latas), me repantingo en el sofá y pongo la Superbowl».
O quizá imaginabas que desnudaría mi torso musculoso y bronceado y la emprendería a ostias con un saco de boxeo enorme, situado en medio de un piso de techos altos y miles de metros cuadrados, ventanas gigantes rollo almacén y el sol del ocaso iluminándome desde atrás. Y una Harley Davidson de brillantes cromados al fondo, sí, una Harley decorativa es el no va más.
Tope hollywoodiense, ya me entiendes.
Pero no. O sea, sí que es cierto lo del piso-almacén reformado con chorro cientos metros cuadrados y grandes ventanales, y es que soy el anónimo propietario de casi todo el maldito enclave portuario de esta ciudad.
Confieso que lo adquirí hace algún tiempo a precio de saldo a la autoridad portuaria que andaba desesperada por sacarse el marrón de encima.
Y dirás: «¿de qué marrón hablas, Deviant?, si es un lujazo».
Pues te explico, el terreno (una ganga, ya lo he dicho) y parte de la bahía están vetados a los seres vivos (incluyendo a los androides), debido a que los niveles de radiación aquí son bestiales. Los humanos normales suelen morirse y los androides sufren un deterioro irreversible en la mayoría de sus (carísimos de sustituir) componentes blandos.
Consecuencia de las primeras revueltas por la emancipación androide del 2357, cuando la dotación no humana de un submarino nuclear estadounidense clase Wendigo se amotinó y el pobre cocinero de a bordo tuvo que dirigir un improvisado atraque de emergencia. No le culpes por protagonizar el mayor desastre ecológico nuclear desde Chernóbil (después los tuvimos peores), al fin y al cabo los únicos humanos en la nave eran él y su capitán que andaba echando espumarajos por la boca presa de una apoplejía.
En fin, que me instalé aquí de extranjis hará unos años y no me va tan mal, la verdad. Lo malo es que no recibo muchas visitas.
—Oh, vaya. Estás aquí —saludo a mi gatazo Rufus que se restriega entre mis piernas—. Espera a que abra la lata, hombre. No puedes tener tanta hambre con lo que zampaste esta mañana…
Mientras devora algo semejante a un fuagrás mezclado con sesos grasientos y aroma un pelín intenso, cuelgo mi maltrecho abrigo de una percha en el recibidor y me introduzco en el baño a hacer control de daños. El espejo me devuelve la imagen del tipo más cansado y aporreado del mundo. Tengo varios moratones, quemaduras y cortes en el rostro y la mitad de mi cabello ha desaparecido en el incendio, pero no es tan malo como me esperaba.
Me siento en la banqueta y, ahora sí, me deshago de los harapos que andan medio apegados a la piel de mi pecho. Tengo unas feas quemaduras ahí y me parece recordar con vaguedad que la consola del dirigible explotó casi a la vez que los depósitos de gas. El abrigo de falso cuero es casi indestructible, pero por delante no me estaba cubriendo en ese momento.
—Shyrka —llamo en voz alta a mi ama de llaves electrónica.
—A la espera. —Surge su maravillosa y aterciopelada voz desde algún lugar impreciso entre las paredes.
—Preciso mantenimiento, cariño. Sé buena, estoy muy machacado hoy, ¿vale?
—Afirmativo. Observo necesidad de cirugía para corregir daños en la estructura muscular de tu pierna derecha. ¿Autorizas?
Suspiro con resignación. De normal dejaría que el proceso de curación natural siguiera su curso, pero esta investigación ha tomado un cariz tan peligroso que no me atrevo a estar por debajo de mi rendimiento óptimo, así que contesto de forma afirmativa y extiendo los brazos. Una multitud de pequeños y delgados brazos mecánicos articulados me rodean y comienzan a reparar los daños en mi cuerpo.
—Shyrka, reconfigura el perímetro de seguridad a sensibilidad alta. No quiero que entre ni una mosca en el recinto sin que yo lo sepa.
¡¡ALERTA, ALERTA, ALERTA!! Gritan de repente las paredes y todas las luces se tiñen de rojo.
—¡Joder!, ¿intrusos? —grito tratando de levantarme.
—486 moscas localizadas en las inmediaciones de la vivienda, procedo a eliminar los objetivos con las baterías láser camufladas. —Me informa la muy cabrona. Me quedo tan perplejo que tardo en reaccionar.
— ¡Anular última orden!, ¡Anular, anular!
Se hace el silencio por un instante, durante el cual solo escucho un zumbido intermitente surgiendo de los altavoces.
—Orden anulada —confirma al fin después de lo que me ha parecido una eternidad. Vuelvo a sentarme mientras el AutoMed reanuda sus quehaceres y procede a sustituir la piel quemada de mi pecho mientras pienso que aún tengo mucho trabajo que hacer con la programación de esta chica.
Entonces una voz femenina y airada a mis espaldas pregunta:
—¿Me explicas por qué estaban las defensas de proximidad incinerando moscas a cañonazos?
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