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El DIABLO y la PIEDRA. El mejor libro de terror del año.
¿Hasta dónde serías capaz de llegar por amor? ¿Y por venganza?
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CONSEJO DE CUERVOS. En ocasiones MORIR una vez no es suficiente. Anterior DESTELLO FINAL. Un Thriller de Ciencia Ficción sorprendente.  Siguiente

EL DIABLO Y LA PIEDRA

Recuperará a su hijo o arderán todos en el Infierno.


SINOPSIS de El Diablo y la Piedra.

Una invocación, cinco sacrificios humanos y un hombre dispuesto a todo con tal de lograr volver a abrazar a su hijo fallecido. Sin embargo, esta noche no será la Muerte quien acepte su invitación. Dos señores del averno han respondido a su llamada, y ninguno piensa renunciar a su premio.

Malcolm, un ser demoníaco, acude a lo que en principio es una ofrenda a Satanás realizada de manera impecable por un individuo que oculta hábilmente su rostro.

Sin embargo, cuando una segunda entidad se presenta reclamando sus propios derechos sobre las víctimas, se inicia un conflicto territorial donde lo sobrenatural y lo terrenal se superponen de tal manera, que hasta un veterano del Infierno como Malcolm, tiene dificultades para distinguir quién és el auténtico cazador y quienes son las presas.




Primer capítulo de El Diablo y la Piedra, una novela de fantasía oscura y terror.

CAPÍTULO I. PIEDRA.

La noche era tan clara y silenciosa que sus pasos sobre la grava que tapizaba el suelo del camino de la entrada a la antigua fábrica de puertas y ventanas, resultaban groseros y molestos. O esa era la sensación que le daban. Qué curiosa era la mente humana, que se perdía en divagaciones absurdas cuando la realidad le era adversa.

Arrastraba el último cuerpo, envuelto en una pesada lona húmeda que unas horas antes cubría una piscina portátil, en el patio trasero propiedad de su víctima número cinco.

Lo subió a estirones por los escalones de hierro colado, negros y anaranjados por el óxido de años de falta de mantenimiento. Cuando había humedad suficiente en el ambiente, gruesas gotas rojas se desprendían de la estructura metálica, creando charcos y riachuelos por doquier, de tal manera que el edificio parecía desangrarse con lentitud, acusando el abandono. Lo sabía porque había contemplado el fenómeno en más de una ocasión; era uno de los motivos por los cuales había escogido aquel lugar relativamente apartado.

Escuchó como el bulto que arrastraba gruñía y se quejaba mientras su cabeza rebotaba en todos y cada uno de los escalones, pero no le prestó demasiada atención.

«Enfócate en los detalles importantes, solo en eso», se repetía así mismo una y otra vez.

«Sé minucioso, pero no remilgado. Poco importa su dolor, si dentro de poco morirá por tu mano».

Llegó a lo que dos décadas atrás habían sido los vestuarios y baños de los empleados. Una sala amplia a la que incluso se le habían retirado los tabiques, en busca del preciado plomo que conformaban las viejas cañerías. Entre el desmantelamiento y el vandalismo, el recinto se había transformado en un espacio casi diáfano, alejado de las ventanas y con los agujeros de los desagües todavía visibles.

Aquello le iría bien para deshacerse más tarde de la sangre.

Soltó el saco cerca de una de las cinco puntas de la enorme estrella que había dibujado durante la pasada luna negra en aquel suelo recubierto de óxido, virutas de madera y polvo rancio. La sangre que no pudiera limpiar o eliminar por los desagües, sería indistinguible del entorno en un par de días.

Había seleccionado con mucho esmero todos los elementos a usar durante aquella noche. La tiza, en realidad un trozo de yeso, la obtuvo de un fulano que trapicheaba con sectas, y se suponía que procedía de las paredes de un nicho de un cementerio desacralizado.

Las velas, gruesas y negras, realizadas con sebo procedente de cadáveres de suicidas o muertos con violencia, las adquirió a una orden de monjas con voto de silencio, mas no de castidad, como así lo atestiguaban las profundas cicatrices que sus uñas habían dejado en su espalda. Tenía que agradecer a Pfizer por la ayuda química en forma de pastillas azules que le había permitido copular con todas ellas durante tres interminables noches. Y al supermercado, por las botellas de vodka que le permitieron sobrevivir con un mínimo de cordura, a las lenguas acartonadas y los alientos a leche agria, vejez y podredumbre.

El cuchillo mellado que le aguardaba en el interior del círculo de piedra blanca salina que contenía la estrella, salió del retén de la policía nacional, relacionado con un asesino en serie no identificado y usado en al menos cuatro muertes confirmadas. Era sorprendente la cantidad de gente que traficaba con lo truculento y hasta con el horror más inhumano.

«Y, sin embargo, intuyo que todo esto no es más que atrezo innecesario».

–Creo que solo se necesitan dos cosas, en realidad –murmuró mientras recorría el círculo buscando algún defecto. De paso iba dejando las cabezas de sus involuntarios ayudantes al descubierto, fuera de sus sacos y lonas. A su alrededor, cinco bultos. Cuatro hombres que lo miraban con ojos enloquecidos de pánico, y una mujer que aparentaba mantenerse más entera que el resto, pero todos ellos apenas capaces de agitarse dentro de sus envoltorios.

Todo parecía correcto. Depositó con delicadeza un contenedor metálico en el suelo próximo al centro de la estrella. Tendría el tamaño de una caja de zapatos; quizá un poco más grande. A cambio, recogió el enorme cuchillo de cocina, y se dirigió al primero de sus prisioneros que, al verlo aproximarse, comenzó a gemir detrás de su mordaza y a sacudirse con desesperación. El secuestrador le trazó un profundo corte en la frente. Luego repitió la misma operación en todos, ignorando las lágrimas y los mocos. Aquellas heridas no los matarían, aún no era el momento. Cuando consideró que la sangre derramada era suficiente, encendió la última vela situada en el centro del círculo que contenía la estrella y recitó unas palabras procedentes del Gran Libro de San Cipriano. Después, se sentó con las piernas cruzadas, aguardando mientras pensaba:

«La sangre y la intención, en realidad, es cuanto se necesita».

Esperó paciente, vestido por completo de blanco y con la mirada oculta tras una amplia venda del mismo color que le cubría parte del rostro sin afeitar. Los cabellos ocultos por una capucha también blanca. Había que ser precavido. Venía a negociar, no a rendirse. El anonimato era imprescindible si quería salir de aquello triunfante.

Los minutos se alargaron hasta convertirse en horas, pero él no se dejó engañar. Hacía rato que la temperatura había descendido casi diez grados de golpe, y desde entonces no había dejado de enfriarse el ambiente de forma gradual. A través de la venda, no podía distinguir las nubecillas de su aliento, pero sí las luces brillantes del medidor de temperatura digital que descansaba a su lado.

«Sé que estás ahí… poniendo a prueba mi paciencia. Deseas calibrar mi ansia por lograr un pacto, pero me he preparado bien. Los betabloqueantes evitarán que mi cuerpo me traicione de forma involuntaria.»

A su lado, una mochila de deporte roja, vulgar y sin marcas visibles, comenzó a agitarse, llamando su atención.

–Ah, claro. Podría ser… –dialogó consigo mismo en voz baja.

Introdujo la mano en ella y sacó, sujeto por las inmovilizadas patas traseras, un enorme gatazo negro que comenzaba a revolverse furioso conforme los efectos del tranquilizante que le había administrado, se disipaban. Su otra mano movió el cuchillo como un relámpago y le cercenó el cuello al animal, que lanzó al frente, fuera del círculo. La sangre había salpicado su inmaculada vestimenta blanca, pero le daba igual.

–Mis disculpas, casi me había olvidado de ese detalle –dijo en voz alta, dirigiéndose a las sombras que le rodeaban fuera del círculo de velas.

Ahora sí que hubo una reacción, cuando escuchó unos pasos firmes que se acercaban hasta la luz. Un hombre de estatura media, sombrero hongo e impecable traje de corte clásico con unos zapatos italianos con aspecto de haberse confeccionado a mano, se inclinó sobre el animal agonizante y humedeció dos dedos en la herida abierta. Después, se los llevó a los labios, donde apenas si se demoraron un segundo, mientras asentía en apariencia satisfecho.

–Gracias. Es tradición, ¿sabes? Soy aficionado a respetar las antiguas formas. –Le contestó con una agradable voz de barítono –. No es que sean en realidad necesarias, pero al igual que el envoltorio de un regalo, le dan un toque de distinción.

El hombre en el interior del círculo asintió y, por primera vez, tragó saliva al darse cuenta de que era capaz de advertir cada detalle de su aspecto, pese a la venda y la distancia que los separaba.

«No verás con los ojos, lo harás con el alma. Aun así, cubre los tuyos si quieres sobrevivir. Los ojos son una puerta», escuchó la voz cascada de una de las malditas monjas, la única que no había respetado el voto de silencio. Le había costado tener que yacer con ella en más de una ocasión durante aquellos tres días en la celda del monasterio, pero conocía su oficio. No podía ser más bruja.

–¿Cómo lo supiste? –Le preguntó de repente aquel hombre, mientras parecía observar con indiferencia los inútiles esfuerzos de uno de los prisioneros por liberarse de sus ligaduras.

Sabía a qué se refería, por supuesto. Y ese detalle, junto con el necesario sacrificio del animal, le permitió identificar a su visitante.

–Un demonio de encrucijada –murmuró.

El recién llegado alzó una ceja, aunque parecía divertido. Tenía un rostro perfecto de facciones duras y mandíbula cuadrada, que lo hubieran convertido en un divo en el Hollywood de los años veinte.

–Vaya, casi suenas decepcionado. A fe mía, que es una reacción curiosa… A fe mía… gracioso, ¿no? –Se rio, mostrando abiertamente una dentadura similar a la de un tiburón.

«Respeto. Siempre. No lo olvides. Son viejos, muy viejos. Y algunos, lo bastante orgullosos como para renunciar al cielo», regresó de nuevo la voz de la vieja. Mejor respondía a la pregunta de aquel ente.

–Conocí a alguien que trabajó en la construcción de este lugar. Soy sabedor de lo que encontraron al excavar para crear los cimientos. De las advertencias en la placa metálica de la edad media, de los restos humanos, cabezas, enterradas a los pies de un miliario romano aún más antiguo que la placa. De la ola de muertes que anegó de sangre la población hasta que volvieron a cubrirlo todo con hormigón.

Hizo una pausa, mientras se humedecía los labios con la lengua.

–He escuchado las voces, iracundas, susurrando en mi nuca mientras hacía los preparativos. Esto fue un cruce de caminos entre dos grandes vías comerciales de la antigüedad.

El extraño hombre asentía complacido conforme iba recibiendo la información de sus labios. Había completado dos vueltas alrededor del círculo mientras tanto.

–Sí, sí. –Hizo un gesto, como apartando una mosca.

–Siguen por aquí, al menos los fallecidos más recientes. Romaníes en su mayoría, gitanos, a los que las buenas gentes no dejaban usar los cementerios cristianos para sepultar a sus muertos. Esta tierra aún los recuerda.

Dio una palmada y se frotó las manos con vigor, una vez más, de pie frente a él. Del cadáver del felino, no había ni rastro.

–En fin, cuéntame que nos ha traído hasta tan insigne lugar. Cuento cinco sacrificios, nada menos. Veo que vas a por todas, muchacho… ¿Disculpa, tienes un nombre con el cual poder dirigirme a ti? –preguntó con falsa inocencia, señalándole con un dedo.

El encapuchado casi suspiró de alivio. Al fin comenzaba de verdad, la negociación. Pero estaba preparado, había invertido mucho tiempo en prepararse de forma exhaustiva para este momento, así que contestó con firmeza:

–Mi nombre es Piedra.

–Piedra –repitió el demonio con forma humana, inclinando ligeramente la cabeza, con escepticismo.

–Bueno, vale. Piedra entonces. Ya veo que vas a ser de los difíciles y, con cinco ofrendas humanas a mis pies, tengo claro que solo hay una cosa que puedas pedirme.

El hombre con el rostro vendado empujó ante sí la caja metálica y dijo con tono neutro:

–Quiero que le devuelvas la vida.

El demonio silbó de admiración.

–¡Bueeeeno, eso también puedes pedirlo! –exclamó.

Sus ojos centelleaban ahora con curiosidad nada disimulada.

–¿Seguro que no quieres que saque a alguien del infierno? Suele ser lo habitual.

–Su vida a cambio de las de estos cinco pilares de la comunidad. Cinco almas buenas, cinco luces a cambio de la del propietario de estas cenizas. –Insistió Piedra, mostrando el contenido de la caja metálica.

El demonio guardó silencio, como sopesando el trato, mientras sus ojos iban de Piedra a las cenizas.

–Un bebé. Interesante. No sería la primera vez que extraigo a alguien del Purgatorio –murmuró entre dientes, mientras se acariciaba la barbilla, pensativo –. Pero claro, los pequeños están a buen recaudo, en la zona más inaccesible… y tendría que dar muchas explicaciones. Los Tratados y esas chorradas…

El hombre que se hacía llamar Piedra lo sacó de su diálogo interno.

–¿Está en tu poder, diablo? Porque si no es así, dímelo y probaré suerte con algún otro compañero tuyo con mayor rango o ambición –dijo con voz áspera.

Se arrepintió casi enseguida, cuando la mirada de aquellos imposibles ojos verdes se achicó hasta parecer dos rendijas abiertas a la más profunda de las oscuridades. El termómetro descendió otros diez grados en pocos segundos, mostrando por primera vez valores en negativo.

–Una lástima, hasta el momento lo estabas haciendo bastante bien. –Se dejó escuchar una voz profunda detrás de él.

No se dio la vuelta, pero la intensidad, la increíble presión que percibía brotando a su espalda, casi lo empuja al suelo de bruces. Logró apoyar una mano en el suelo y recobrar el equilibrio en su posición del loto, mientras veía la sorpresa dibujarse con lentitud en el rostro del demonio trajeado. Este se irguió, contemplando a la oscuridad de una de las esquinas lejanas del recinto.

–Está siendo, ciertamente, la noche más movida de cuantas haya disfrutado en siglos. –Rio en voz alta el demonio –¡ Adelante, muéstrate, mi sorprendente invitado sorpresa!


Primer capítulo de El Diablo y la Piedra, una novela de fantasía oscura y terror.

CAPÍTULO II. KALEB

Piedra no movió un solo músculo, ni tampoco intentó girarse para contemplar al recién llegado. Su sola presencia resultaba tan apabullante que hasta el demonio frente a él parecía contenerse, cauto ante un poder desconocido.

—Deberías reforzar la dosis de medicación, has prolongado demasiado el tiempo desde la última toma y comienzas a perder los nervios. —Lo escuchó hablar desde una posición mucho más cercana que antes, todavía a su espalda.

Sintió hielo en las venas al ver su maniobra al descubierto, sin embargo, optó por alargar la mano hacia la bolsa roja y sacar un blíster con la droga que le ayudaba a mantener la calma.

—Apoyo químico —masculló el demonio, observando a Piedra con disgusto —. ¿Es que ya nadie juega limpio hoy en día?

Piedra tragó dos de las pastillas en seco y advirtió movimiento a su lado, fuera del círculo.

«Se mueve en completo silencio, hasta los espectros de este lugar hacen más ruido que él», pasó fugaz el pensamiento por su cabeza.

El desconocido se detuvo a su lado derecho, un poco más adelantado que él. Justo a la altura del que iba a ser su primer sacrificio, el hombrecillo regordete que hipaba detrás de la ajustadísima mordaza de cinta americana y trapos.

Era un hombre o, al igual que el demonio, usaba la forma de uno. Alto y delgado, de tez morena y manos desproporcionadamente grandes. El cabello oscuro, no moreno ni castaño; ni siquiera negro al estilo del ala de un cuervo. El cabello oscuro, le caía largo por la espalda. Vestía por completo de negro y no sabría decir si se cubría con un abrigo o una capa, pues algo opacaba su silueta; como una tela que ondeara bajo un viento que no se dejaba sentir en aquella sala.

Le pareció que se encogía de hombros ante el comentario del sujeto trajeado, antes de contestarle:

—Bueno, si lo pensamos bien, rara era la vez que no se presentaban a estos menesteres drogados por completo con lo primero que encontraban en el campo. Agradece al menos que aún está vestido y no desnudo, gritando y danzando como un demente.

El demonio parpadeó, sorprendido y esbozó una sonrisa afilada.

—Totalmente de acuerdo, siempre me ha molestado esa parte. Prolongaba de forma innecesaria el ritual y el hecho de ver sus testículos balanceándose de un lado para otro durante el proceso, me resultaba muy molesto —contestó.

Se hizo el silencio entre los dos, mientras se medían con la mirada. Piedra percibió como el aire se cargaba de amenaza alrededor del demonio, hasta que llegó a un punto en que, sin ver nada, le dolía mirarlo. En cambio, el sujeto de su derecha ni se inmutó. A su alrededor todo era una calma inquietante, como una sima que se asomara al vacío de entre las estrellas. Si la iniquidad que brotaba del demonio era una moneda lanzada al pozo del hombre alto, Piedra intuía que no iba a oírla tocar fondo.

Malcolm debió llegar a idéntica conclusión, porque relajó sus hombros de forma visible, y se ajustó la solapa del traje mientras aquella tremenda aura se desvanecía.

—Cuánto dolor soportas, Shemhazai de los Caídos —susurró el hombre alto con tristeza.

El demonio se quedó helado, con el rostro demudado, a medio camino entre la sorpresa y la incredulidad. Pero mayor fue el escalofrío que recorrió el cuerpo de Piedra al reconocer el nombre. Un sudor frío le cubrió de arriba abajo en instantes al comprender que había estado a punto de provocar, no a un demonio vulgar y corriente, sino a uno de los grandes duques del Abismo, un ángel caído.

Se obligó a aflojar la tensión en sus manos, agarrotadas sobre sus muslos. La intervención de aquel extraño le había salvado la vida con casi total seguridad. Pero, ¿quién era?

«Tan solo un ángel puede reconocer a otro», se le ocurrió de repente.

—Hay en ti un eco lejano, el aroma de la luz en la primavera del mundo…, pero también del tañido de la voz de Dios antes de que el hombre diera sus primeros pasos —habló el demonio con voz ensoñadora. Sacudió la cabeza, como queriendo sacudirse los recuerdos que se agolpaban en su espíritu. Cuando habló otra vez, su voz era firme y desafiante:

—No eres de los nuestros, pero tampoco de la Hueste Celestial. Entiendo que eres viejo, pero te miro y solo encuentro mi reflejo en unas calmas aguas negras.

Caminó, aproximándose al desconocido, hasta colocarse enfrente de él, separados apenas por unos centímetros.

—No sé lo que eres, y no tengo claro si eso me gusta.

—Lo que soy… yo mismo lo ignoro. Por eso disculparé tu falta de cortesía. Sin embargo, y dado que yo sí conozco de tus hechos y hazañas, me presentaré. —Le contestó aquel hombre colocándose una de sus enormes manos en el pecho e inclinándose sobre el demonio, hasta el punto en que sus ojos quedaron frente a frente.

—Me conocieron como Pazuzu, Cultor o Mentoviacus, pero siempre preferí ser Lugh, «el que guarda los caminos». He portado más nombres que estrellas hay en el firmamento, pero hoy por hoy, puedes referirte a mí como Kaleb. Y estos son también mis dominios y reclamo mi derecho a disputar este sacrificio —finalizó con una voz que no admitía discusión.

Piedra parpadeó. De repente, los dos seres se encontraban separados. El demonio de nuevo frente a él, con la tez pálida pero el gesto lleno de curiosidad y hasta de… ¿respeto?

Movió la cabeza negativamente, no podía ser. Sin embargo, contempló de nuevo al llamado Kaleb, que continuaba de pie junto a su supuesta primera víctima, y supo que no se mantenía ahí por casualidad.

—Bien, comencemos de nuevo —dijo el demonio —. Puedes llamarme Malcolm. Mal, para abreviar.

Kaleb inclinó la cabeza a modo de saludo.

—Un placer, Mal.

—Es obvio que tenemos aquí un problema de jurisdicción, ¿cómo sugieres que lo resolvamos? —interrogó Malcolm.

El hombre alto y oscuro esbozó una torva sonrisa en aquel rostro tan esquivo e hizo un ademán con la mano derecha.

—De forma civilizada, por supuesto —respondió, mientras el entorno cambiaba y aparecían un estrado y unos bancos espectrales. Los objetos iban tomando forma con rapidez y Piedra se asombró al reconocer el aspecto que aquello estaba adquiriendo.

—¿Una sala de justicia? —No pudo evitar exclamar.

—Eso parece… que inesperado —contestó el demonio admirando el despliegue fantasmal, al tiempo que asentía, como si entendiera la situación.

—¿El jurado? —preguntó Malcolm mientras se ajustaba los gemelos y la corbata. Lanzó el bombín que llevaba, que se quedó flotando enganchado a un perchero translúcido que había aparecido a un lado suyo.

A otro gesto de Kaleb, una silenciosa y abigarrada muchedumbre surgió del suelo más allá del círculo de piedra, separándose en dos grupos. Uno tomó asiento en la bancada reservada al jurado, y el otro se repartió por la zona dedicada a los asistentes. Piedra escudriñó los rostros del jurado no muerto, sus facciones iluminadas por una sobrenatural fosforescencia de tonos índigos. No cabía duda de que eran los espectros que rondaban por la vieja fábrica, las almas privadas de descanso cuyos restos permanecían ocultos bajos los cimientos. Una mujer con una toga, un hombre que guardaba semejanza con un legionario romano, varios jóvenes de etnia gitana, otro de color con cicatrices en el rostro…dejó de contemplarlos porque sentía náuseas cuando lo hacía.

—Mejor mantén la mirada baja, señor Piedra. El vértigo que experimentas es el del abismo de los años que separan tu época de las de ellos. No es fácil, para un ser humano, asomarse a tales simas sin sentir como se le aflojan los miembros. —Le advirtió Kaleb.

Piedra asintió, intentando contener los temblores y las arcadas. Pero era un hombre fuerte y a poco que se notó aliviado, no pudo evitar formular una pregunta que le inquietaba:

—¿Quién dictará sentencia, qué juez puede estar por encima de ambos?

—Hay que reconocer que tiene una gran presencia de ánimo y es bastante despierto —comentó Malcolm, mientras se palpaba los laterales del traje, buscando algo.

—¿No tendrás tú una por ahí? —preguntó de forma casi informal a Kaleb —. Creo que me las he dejado en los bolsillos de la otra chaqueta.

Por toda respuesta, el aludido le lanzó un objeto que trazó una curva en el aire, arrojando destellos en su avance, hasta que Malcolm lo cazó con un rápido gesto. Después, lo sostuvo entre dos dedos, mientras lo contemplaba satisfecho.

—Esto que ves, mi estimado Piedra, es una de las escasas monedas acuñadas por el mismísimo dios Jano y es, hasta hoy, uno de los más perfectos sistemas de justicia de cuantos existen en este tapiz lleno de polvo, sudor y lágrimas, que denominamos La Creación. Por cierto, elijo Patulsius. —explicó, antes de acercarse al fantasmal estrado del juez y poner a bailar la moneda.

—Clusivius, pues. Tanto da una cara que otra, siempre y cuando me sea favorable —contestó Kaleb.

Piedra observó con fascinación como la moneda danzaba frenética, lanzando ocasionales destellos cuando alcanzaba a reflejar la luz de las velas, sin dar muestras de agotarse su impulso ni caer.

—Solo caerá cuando el veredicto esté maduro. Todos los presentes seremos víctimas, jurados, jueces y verdugos en esta ocasión. La moneda leerá en nuestros corazones, incluso en aquellos rincones donde no suele llegar la luz, y se vencerá de un lado u otro, en función de lo que nosotros mismos hayamos decidido en nuestro interior —explicó Kaleb.

—Entonces… ¿vais a decidir quién tiene más derechos sobre mi ofrenda, en un juicio público? —preguntó Piedra atónito.

—Eso sería lo predecible y, hasta me atrevería decir, deseable. Pero sospecho que aquí nuestro amiguito tiene otros planes, ¿me equivoco? —interrogó Malcolm, los brazos cruzados y la mirada reducida a meras rendijas.

Kaleb asintió, al tiempo que se daba la vuelta hacia la bancada de los jurados y abría los brazos con teatralidad.

—Damas y caballeros, entidades todas, miembros de este jurado. Esta noche demostraré, más allá de cualquier duda razonable, que este sacrificio y cuanto le rodea, no es más que un disparate, un fraude, una monumental estafa al Cielo e incluso al Infierno.

Y dándose la vuelta para encarar a Piedra y al demonio, sentenció:

—Por ello, no debe llevarse a cabo.

—Bum. —Deslizó la onomatopeya entre dientes Malcolm. Piedra no dijo nada, cómo podría, estando por completo anonadado.

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