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Un Oscuro Silencio, una sorprendente  fantasía ÉPICA medieval.
Te devorará desde dentro.  
31 min lectura
DESTELLO FINAL. Un Thriller de Ciencia Ficción sorprendente.  Anterior Siguiente

UN OSCURO SILENCIO

Fantasía épica medieval.


SINOPSIS de Un Oscuro Silencio.

El alba le trajo a jasón una sola certeza:

NO IBA A VIVIR PARA CUMPLIR LOS 18.

Bienvenidos a la misteriosa villa norteña de Dannark, donde algo siniestro está ocurriendo y nadie se atreve a hablar al respecto. Los visitantes no han sido vistos en décadas y la población está disminuyendo de forma lente e inexorable.

Pero tras los labios apretados de padres y ancianos, hay una historia que desearían desesperadamente poder compartir con sus hijos, pero un terrible juramento les impide hacerlo y los ata en el silencio.

Hasta que un día, dos amigos y la hija del alcalde se unen para evitar el asesinato del paria de la aldea, un chico extraño al que llaman Kaj. Sin saberlo, desencadenan una serie de eventos que pondrán a prueba sus límites una y otra vez, empujándolos hacia lo desconocido.

¿Qué secretos se ocultan en el Norte? ¿Podrán enfrentar al Guerrero Pálido que se alza de nuevo entre las brumas y traer la magia de vuelta al mundo de los hombres?

Descubre los misterios de Dannark en esta emocionante historia de aventuras, intriga y magia. Únete a los valientes protagonistas mientras luchan por sobrevivir en un mundo donde la verdad es peligrosa y las mentiras pueden matar. ¿Te atreves a descubrir el oscuro secreto de Dannark?


Capítulo 1

El ABISMO A TUS PIES

Acabó de vestirse en la oscuridad con deliberada lentitud, cosa bastante inédita en él. Se sorprendió aspirando el leve aroma floral con vetas de romero y lavanda que se desprendía de las bolsitas de tela arpillera que su madre repartía de forma estratégica por toda la casa y en particular en los dormitorios.

La localizó justo debajo de su almohada y se la acercó al rostro mientras su agudo oído seguía a todos y cada uno de los familiares sonidos que invadían su hogar por las mañanas.

—Tantas cosas, tantos pequeños detalles. Y tengo que darme cuenta ahora, cuando ya no significan nada. —murmuró.

«O quizás importan más que nunca, ¿no crees?», se sobresaltó al escuchar la voz de su abuelo en su cabeza.

Asintió a su invisible interlocutor y optó por guardar la bolsita en el bolsillo interior de su camisa.

—Te echo de menos. Todos lo hacemos. —contestó en la oscuridad.

Nadie le replicó en la soledad del cuarto, pero tuvo un destello con la imagen del rostro de su abuelo enarcando una de sus pobladas cejas y esbozando esa sonrisa irónica que tanto…

—Que tanto molestaba a padre —suspiró alzando con una mano el ventanuco de madera del tejado de la buhardilla en la que dormía.

Un cielo duro y plomizo se coló por la abertura y un viento desapacible, húmedo y cargado de salitre, heraldo de la tormenta, le enredó su cabello ya de por sí largo y ensortijado. Ladeó un poco el rostro, pero no porque le molestara el clima exterior. Estaba escuchando de nuevo.

«La casa hoy no suena igual», reflexionó.

Jasón cerró de nuevo la exigua abertura cuando consideró que ya se había ventilado lo suficiente la habitación y la aseguró con un poco de cordel. Con seguridad no iba a necesitar aquel cuartucho nunca más, pero tampoco deseaba que la lluvia invadiera y causara daño alguno en el hogar de su familia.

Volvió a prestar atención a los sonidos procedentes de la planta inferior.

—No, definitivamente no son los de siempre —susurró apoyando su frente en la puerta de madera oscura y desgastada que daba a la escalera—. Se diría que madre camina hoy de puntillas.

Y los niños no estaban. Sus dos hermanos pequeños, dos torbellinos rubios de actividad y risas, tampoco se dejaban notar.

«Padre ha debido llevarlos donde la tía».

Hasta hoy, Jasón había aguardado siempre a su padre junto a la puerta, con las trampas y los cebos listos para su despliegue en su zona de caza habitual.

Hasta hoy. Si a su padre le había sorprendido no encontrarlo listo para la jornada aquella mañana, lo ignoraba.

Jasón lo había escuchado detenerse frente a su cuarto mucho antes de que despuntase el alba, pero no lo llamó. Se limitó a estar allí fuera durante un interminable y elástico minuto y después sus pasos se desvanecieron escaleras abajo. No sabría decir si aquello le había dolido. No había dejado de acompañar a su padre cada mañana desde que cumplió los doce. Ahora tenía casi 18 y sentía como si todas sus emociones estuvieran amortiguadas, hundidas bajo el tremendo peso de lo que había escuchado la noche pasada.

✦ • ✦

Se había levantado y deslizado fuera de la habitación cuando bien entrada la medianoche alguien había golpeado la puerta de su casa con tanta suavidad, que hubiera pasado desapercibido para cualquiera con un oído menos desarrollado que el suyo.

Salvo que no fue así. Por algún motivo, sus padres estaban en pie todavía, aguardando algo frente al fuego con silenciosa angustia. Jasón la había percibido flotando entre ellos durante toda la tarde como un oscuro nubarrón, un presagio que al final se había materializado en la forma de los tres hombres encapuchados a los que dejó acceder su padre al interior de la vivienda. Luego ya vino el revuelo de discusiones en pretendida voz baja y de sillas derribadas cuando la tensión entre sus padres y los visitantes llegó a límites insostenibles. Jasón se había encontrado a sí mismo sujetando con fuerza los barrotes de la escalera y tentado de coger el cuchillo que escondía siempre bajo la almohada. Estaba dispuesto a intervenir en ayuda de sus progenitores, cuando una sola frase lanzada desde el exterior de la puerta abierta de la vivienda, había cortado a través de toda aquella ira y frustración acumulada y zanjado la cuestión. Fue como si aquel tono grave, áspero y profundo hubiera tenido la cualidad de congelarlos a todos en su sitio:

—Es nuestra ley, el camino que escogimos todos.

Su madre había colapsado, derrumbándose en una silla con las manos sobre el rostro. La cara de su padre no la pudo ver, estando como estaba de espaldas a su punto de observación en lo alto de las escaleras, pero vio sus hombros relajarse y la inclinación resignada de su cabeza.

Y entonces Jasón supo que su vida estaba por acabar y apenas si sintió otra cosa que tristeza por aquellos a los que dejaría atrás.

✦ • ✦

Eso fue anoche. Ahora, salió de su cuarto silencioso como un zorro que caminara sobre la nieve y pasó al de los pequeños, al final del pasillo del piso superior.

Puso su mano sobre las mantas y se dejó reconfortar por el calor residual que sus cuerpecitos habían dejado en la cama.

«No volveré a verlos», pensó. Y la certeza de ello casi trajo lágrimas a sus ojos. Sacudió la cabeza, reponiéndose, y su mano izquierda subió a su nuca y deshizo el nudo del amuleto que colgaba de su cuello. Era la sencilla representación en cobre de un dios antiguo y olvidado. Un tosco jinete solitario armado con un hacha que sin embargo fascinaba a su hermanito Pedar.

—Era del abuelo, nunca lo pierdas —murmuró mientras lo depositaba en el lecho. A su lado, colocó una espada de madera en la que llevaba trabajando casi toda la semana.

—No está tan bien acabada como pretendía, Ejnar, pero es que me he quedado sin tiempo de repente.

Se puso en pie, contemplando sus pobres presentes con nostalgia.

—Seréis felices, os lo prometo. —dijo con repentina decisión, dándose la vuelta y descendiendo por las escaleras.

Su madre se afanaba en la cocina y, aunque lo oyó acercarse, no se dio la vuelta para mirarle. El chico atisbó un rostro demacrado y unas lágrimas rebeldes a través del cabello enmarañado de la mujer, que en completo silencio dispuso un plato de gachas en la mesa. A su lado, depositó una pequeña hogaza de pan recién hecho que aún humeaba. Jasón se sentó despacio.

«Entonces, así es como va a ser».

—Padre no me despertó. —dijo para romper el silencio que los ahogaba a ambos.

«Lo sabe, sabe que lo escuché todo desde la escalera».

—Hoy no era necesario —Le contestó con voz más ronca de lo habitual—. Ha ido a retirar las trampas para evitar que la nieve las entierre profundo. Se nos viene encima una tormenta de las grandes.

«A algunos ya nos ha alcanzado», pensó Jasón con amargura.

—Ya. —contestó él apartando el plato. Que le disculpara su señora madre, pero no tenía hambre. Se levantó con un leve tintineo metálico procedente de la cota de malla. Jasón se había vestido con las galas militares de su abuelo. Un atuendo en negro y plata que poco o nada tenía que ver con las vestimentas de aquella región donde la mayoría de sus habitantes se dedicaban a la agricultura y la pesca. La espada también colgaba de su cintura.

Si a su madre le extrañó verlo con semejante equipaje, se lo guardó para sí.

Jasón se acercó al perchero de la entrada y por un segundo estuvo tentado de coger la elegante capa de pelo negro y blanco que había lucido su abuelo. Sin embargo, su naturaleza práctica se impuso y se cubrió los hombros con su raído guardapolvos gris, mucho más adecuado para la tarea que tenía en mente.

Iba limitarse a salir por la puerta pero, en el último momento, volvió sobre sus pasos y abrazó a su madre por detrás. El cuerpo de la mujer se puso rígido y el olor agrio del dolor y el miedo surgieron de ella a oleadas, pero no dijo nada. Sollozaba.

—Todo está bien, madre. Todo queda perdonado. —Le susurró al oído.

Y salió a la calle.

 

 

 

 

Capítulo 2

LOS NIÑOS DEL INVIERNO

Llamarla calle era ser muy generoso con la principal vía de acceso al pueblo. Un amplio camino cubierto por una perene nube de polvo gris que irritaba ojos y gargantas de hombres y animales por igual.

El hogar de Jasón se encontraba ubicado a un lado del mismo y bastante alejado de lo que era el pueblo de Dannark en sí. Un centenar de metros distaban hasta el domicilio de sus vecinos más próximos. Su casa era una de las más antiguas y la única, junto a la del alcalde, que todavía mantenía en propiedad la parcela que la rodeaba. El resto habían ido perdiendo sus privilegios décadas atrás, cuando el crecimiento exponencial de la población demandaba más terreno del que había disponible.

«Las cosas han cambiado mucho desde entonces», meditó cubriéndose la cabeza con la capucha.

Durante los últimos años había asistido al estancamiento de la población y su posterior y lenta merma. Al menos ahora sabía de primera mano a qué se debía el progresivo abandono de las viviendas y la falta de visitantes de otras aldeas. El motivo por el que ni siquiera los buhoneros se dignaban a tratar con ellos.

Los suministros se habían reducido a todo aquello que fueran capaces de recolectar, cazar o producir por sí mismos. A menudo se preguntaba qué habría ocurrido si no tuvieran el mar de Gelios tan cercano.

«Migrar… o morir poco a poco de hambre».

Esta vez agradeció en silencio la presencia de la barrera de polvo que les aislaba del resto. Rodeó su casa y comenzó a caminar campo a través, en dirección contraria al pueblo y buscando la linde del bosque situado un kilómetro más allá; procurando que la vivienda se interpusiera entre él y cualquier mirada indiscreta que procediera de la población. Si se daban cuenta de que se alejaba, darían por hecho que estaba huyendo y no tardarían en perseguirle.

«Que vengan», pensó acariciando el pomo de la espada.

«No te apresures, muchacho. No es bueno juzgar a un hombre sin tratar de calzarte antes sus zapatos. Y menos a un asentamiento entero», susurró en su cabeza una voz familiar.

«Reserva tus fuerzas para el enemigo o, peor aún, para el viaje que te aguarda. Y confía en que tus amigos mantengan la promesa que os hicisteis o no habrá nada que hacer y la oscuridad nos devorará a todos».

Jason asintió, muy a su pesar, siendo consciente de que la voz que escuchaba no era sino la suya propia disfrazada con el tono pausado de su abuelo. Su sentido común luchando por traerlo de nuevo a la realidad.

«Qué distinto era todo aún no hace ni dos años», se dijo mientras su mente retrocedía al día en el que descubrieron que todo cuanto conocían, que todo en cuanto creían… no era cierto.

✦ • ✦

El polvo olía a paja mientras invadía sus fosas nasales.  A paja y quizá a vergüenza y lágrimas viejas. No era la primera vez que daba con sus huesos en aquel lugar. Eso le irritó más que la bota que oprimía su rostro contra el suelo del cobertizo.

Liberó su cabeza a costa de dejar un rastro de piel y sangre detrás suyo y giró sobre sí mismo para alejarse de su contrincante, un enorme muchacho de cabellos cortos y castaños cortados al estilo de los soldados mercenarios del este.

Se levantó, flexible como un junco, dispuesto a seguir luchando mientras las piernas le sostuvieran; pese a saber que no tenía ni una oportunidad. Otros dos chicos rodeaban sus flancos para evitar que huyera.

—No aprendes, Kaj. —Se dirigió a él su oponente, usando el apelativo lleno de desprecio que usaban todos en el pueblo para aquellos que carecían de familia:

Kaj, tierra. Un niño del barro y el abandono.

—En el suelo todo habría terminado mucho más rápido. Ahora tendré que empezar a sacudirte de nuevo. —anunció con evidente satisfacción.

El aludido escupió un cuajo de sangre a un lado, con desprecio. El rostro le ardía y la nariz sangraba con profusión.

«Espero que no esté rota. Ya de por sí no soy demasiado guapo», rio por dentro.

Los demás solían pensar que estaba loco porque continuaba sonriendo incluso cuando el castigo hubiera sido excesivo incluso para un adulto fuerte.

No comprendían que aquella actitud era todo el gesto de rebeldía que el muchacho huérfano podía permitirse. Su muro, su guarda, su fortaleza inexpugnable.

—En el suelo mejor, Kaj. Hijo del polvo —repitió otro de aquellos chicos por enésima vez—, eso es lo que queda de tu familia.

Los otros dos rieron (de nuevo) a lo que para Kaj ya se reducía a una monótona cantinela de desprecio y crueldad gratuitas.

Alzó una vez más sus estandartes imaginarios, un cuerno llamando a la lucha resonó en su memoria y una sonrisa de desafío, de ensayada autosuficiencia se dibujó en su rostro.

—Kurt, Kurt —dijo meneando la cabeza a un lado y a otro —, ¿Para qué me quieres en el suelo? ¿Acaso ya te cansaste de abusar de las gallinas de tu padre y necesitas algo más?

El aludido enrojeció de furia y se abalanzó sobre él, tan solo para abrazar al aire.

Kurt era grande y musculoso, pero no demasiado ágil.

Kaj, ahora detrás de él, reía en voz alta:

—En serio, si lo sabe todo el pueblo. Por eso cada vez vendéis menos. Da un poquito de asco guisarlas, si lo piensas.

Se hizo a un lado para evitar una nueva embestida y de paso interpuso una pierna en el camino del otro, haciéndolo caer de forma aparatosa.

—¡Cogedle!, ¡sujetadle, malditos seáis! —gritó Kurt desde el suelo con el cabello cubierto de paja y suciedad.

Kaj se debatió entre los otros dos durante un rato, pero al final lograron reducirlo y sujetarlo contra uno de los postes de madera. La enorme mole de Kurt se cernió sobre él, bufando su triunfo.

Los golpes llovieron sobre él sin piedad y si no hubiera sido por los dos compinches de aquel malnacido, habría caído de nuevo al suelo.

«Debería de darles las gracias por la gentileza», rio en su cabeza con ácida amargura.

Kurt se había detenido para recuperar el aliento, momento que aprovechó Kaj para tratar de abrir los ojos.

Su campo de visión se había reducido a unas meras ranuras por las que corría la sangre.

«Acabemos con esto de una puta vez».

Oye —murmuró luchando porque se le entendiera a través de los labios tumefactos—, ¿por qué no te trincas a estos dos? Se los ve de lo más obediente. Igual te darían menos guerra que las gallinas. Aunque tienen pinta de ser aún más escandalosos.

Terminó su parlamento riendo de forma entrecortada. Su pecho pinchaba. De seguro tenía más de un hueso roto.

El rostro de Kurt se ensombreció como nunca antes lo había visto. Un nuevo nivel de furia, que sin embargo parecía haberle entregado cierto control sobre sus acciones.

Lo cogió del pelo y lo obligó a alzar el rostro frente a él:

—Ha sido tu último chascarrillo, inmundicia. —Le dijo con un tono tan helado que hasta kaj se sorprendió, por lo inédito.

Lo entrevió apartándose de él y dirigirse hasta el fondo del cobertizo de donde cogió una de las horcas para el heno.

La visión de aquellas cuatro púas oxidadas tuvieron la virtud de acobardar a sus dos compinches, que de forma inconsciente relajaron su presa sobre Kaj.

—Kurt, espera. ¿Qué vas a hacer? —Le dijo uno de ellos, nervioso. Se llamaba Thomas, creía recordar Kaj. Del otro chico ignoraba el nombre, pero lo escuchó intentando mostrar su desacuerdo con el cariz que estaba tomando aquello. Una sola mirada de Kurt bastó para hacerlos enmudecer.

Silencio. No nos pasará nada —dijo muy tranquilo acariciando una de las púas—. Nadie lo echará de menos, ni siquiera el borracho de su tío. Qué va, hasta puede que el tipo lo celebre.

«Mira por dónde, va a ser la primera vez que estoy de acuerdo con este imbécil», pensó Kaj. «La primera y la última, me temo»

—Joder, Kurt. —Aún trató de protestar Thomas.

Sin embargo, ambos continuaron sosteniendo el cuerpo de Kaj con fuerza renovada.

Éste observaba toda la escena con un distanciamiento y una indiferencia ajena a sí mismo. No podía evitarlo, formaba parte de su don secreto.

Veía la mirada de Kurt y debajo de aquella nueva frialdad y desapasionamiento repentino por parte del matón, identificaba los destellos de la auténtica locura extendiéndose por sus ojos como una marea negra. Una que brillaba como la obsidiana.

«Ahora sí. He quebrado su cascarón y traído a la luz al asesino».

—Te rompí. —murmuró por lo bajo.

Kurt lo oyó y sonrió:

—No va a ser rápido. Te lo garantizo. —Y movió la horca hacia atrás, cogiendo impulso.

Y se detuvo.

Kaj intentó parpadear, pero lo único que consiguió fue liberar un par de gruesos lagrimones de sangre que se deslizaron desde sus ojos por las mejillas.

Un grito agudo y ensordecedor como el canto de una banshee le laceraba los oídos y, al parecer, procedía de delante de él.

Kurt gruñó, pero no bajó el arma.

—Aparta de ahí, hermanita. No te entrometas o tú también cobrarás premio hoy.

«¿Su hermana?, ¿la pequeña Lizeth?».

Kaj se tensó obligando a que los dos esbirros tuvieran que redoblar sus esfuerzos por mantenerlo sujeto.

Apenas si distinguía ya las formas a través de los ojos hinchados, pero entreveía un pequeño bulto frente a él vestido de azul celeste y con las manos extendidas. Protegiéndole.

«No, no», ahora sí que estaba preocupado. Kurt se encontraba inmerso en un estado de ánimo peligroso en extremo.

—Chica, vete de aquí. —Consiguió decir—. Tu hermano ya no es él mismo.

La muchachita, casi un palmo y medio más baja que él, movió la cabeza sin girarse:

—No. —Se reafirmó terca.

Kurt avanzó y dándole la vuelta a la herramienta, golpeó con ella el rostro de la chica, arrojándola a un lado.

Kaj se revolvió contra sus captores temiendo por ella al ver a Kurt alzar la horca por encima de su cabeza.

—¡Basta! —gritó alguien desde fuera de su limitado campo de visión.

Kurt se dio la vuelta, tan solo para recibir un tremendo impacto en el rostro que aplastó su nariz y lo envió al suelo inconsciente.

Kaj resbaló hasta el suelo cuando los otros dos dejaron de sujetarle de repente. Por el ruido de carrera a su espalda, entendía que no deseaban enfrentarse al recién llegado y habían elegido la huida.

Intentó arrastrarse hasta la chica, pero alguien lo sujetó y le obligó a sentarse con la espalda apoyada en el poste.

—No te muevas. Hay que ver si tienes algún hueso roto. —Le ordenó una voz juvenil.

—La chica… —Intentó hacerse entender. Tenía la boca tan seca e hinchada, que ni el mismo conseguía entender su farfulleo.

—Está bien. Le dolerá la cara un par de días, pero ya está despertando —contestó otro sujeto diferente, también joven por el timbre.

—Eres valiente, huérfano. Mi abuelo no se equivocó contigo. —Le apoyaron una mano en el hombro, en un gesto de reconocimiento que Kaj nunca había recibido de nadie—. Esperaremos a que la chica despierte del todo e iremos a que atiendan vuestras heridas.

—Valiente o tonto de remate. No lo tengo yo tan claro —rezongó la voz del otro. Se intuía grande, mucho más grande que Kurt, que ya era enorme.

El conocimiento le llegó de repente, aun cuando no los veía:

—Válgame la suerte —rio—. El aprendiz del herrero y el hijo del trampero. No sé si os conviene hacer migas conmigo.

—Probablemente no —repuso el grande—, pero lo decidiremos nosotros.

—Torben habla por los dos. Yo soy Jasón.

—Y yo Lizeth. —Añadió una vocecita desde un lateral.

Kaj hubiera sonreído de haber podido. Hacía unos instantes estaba decidido a entregarse a la muerte de forma voluntaria, y he aquí que el destino de repente le mostraba un camino nuevo e inesperado.

—Mi señora, os debo la vida —Se esforzó por pronunciar con voz engolada—. Disculpad si no me inclino ante vos. Ando un poco perjudicado.

Y dicho esto, se desmayó.

Durante unos segundos, los demás se miraron entre sí en desconcertado silencio.

Luego Torben se inclinó para recoger al inconsciente Kaj mientras murmuraba:

—Me he quedado con las ganas de preguntarle de si lo que dijo de las gallinas era cierto.

 

Capítulo 3

LA PROLONGADA SOMBRA DE TUS PADRES

La sangre se escurría del trapo dejando efímeros rastros de un rosa desvaído en la corriente del riachuelo.

—No vamos a tener suficientes paños como continúe así —gruñó Torben, quizá un poco más alto de lo que hubiera querido—, ¿a dónde ha ido esa condenada chiquilla?

—Es la tercera vez que me lo preguntas, cálmate. —Le contestó Jasón mientras atendía a la interminable hemorragia nasal de Kaj. El chico no decía nada ni se quejaba, pero debía de estar sintiendo un dolor terrible y punzante en el pecho.

«Y no consigo que pare el derrame. Casi parece que sufra de la enfermedad de la realeza», meneó la cabeza dialogando consigo mismo.

Kaj tosió e intentó un amago de risa al darse cuenta de ello.

—Ten cuidado, trampero —susurró con voz ronca—, o acabarás cogiendo moscas.

—No hables, que es peor. —Le reprendió Jasón, aunque terminó por sonreír.

«Ya me gustaría a mí poder tomar las cosas con semejante talante».

Una mano se apoyó en su hombro, sacándole de sus pensamientos.

—Ya regresa. Y viene con alguien. —avisó Torben.

—Tal y como dijo que haría. —afirmó Jasón.

En los pocos minutos que habían permanecido juntos, la pequeña jovencita le había impresionado casi tanto como el apalizado Kaj. Era baja para ser de su misma edad, pero su carácter era determinante y resolutivo.

«No cabría esperar otra cosa de la hija del alcalde», pensó.

«Bueno, por otra parte su hermano y primogénito de la familia es un lerdo homicida», resonó sarcástica la voz de su abuelo en su cráneo.

Jasón frunció el ceño queriendo alejar esa idea, mientras observaba aproximarse a Lizeth y a una anciana con los cabellos cenicientos peinados con pulcritud y recogidos en una trenza que le llegaba hasta casi la mitad de la espalda.

—Puñetas, se ha traído a su abuela, la bruja. —dijo Torben por lo bajo, ganándose un discreto golpe de advertencia en la pierna por parte de Jasón.

—Calla. Eres más sensato que eso. —Le exhortó mientras se levantaba para saludar a las recién llegadas.

Kaj los observaba interactuar en silencio, pero sin perder detalle.

«Es un líder. Y no creo que lo sepa. No se puede negar que la sangre del este corre con fuerza por sus venas. Y está aquí tan fuera de lugar como yo. Hasta su nombre es exótico por estos lares, dicen que impuesto por su abuelo. ¿Sabrá que su familia aún es la comidilla del pueblo, que apenas si les tienen un poco más de aprecio que a mí?, se preguntó mientras lo escuchaba hablar con la anciana, entregando un informe preciso, corto y rápido, como el de un soldado de avanzadilla.

La mujer se inclinó sobre él, contemplándole con unos enormes ojos violáceos.

«Tienen un ribete dorado», advirtió maravillado, consciente de repente del aroma a limón y miel que aquellas manos, arrugadas pero suaves, desprendían mientras le examinaban con la minuciosidad que da la práctica.

—Señora —dijo sin poder evitarlo—, tuvo que ser en verdad hermosa. Aún lo es.

—¡Pero bueno! —Le sacudió una patada Torben en un tobillo —¿no tienes modales o vergüenza o …algo?

Jasón se había apartado de la escena, riendo sin poder evitarlo.

Lizeth estaba roja hasta la raíz de los cabellos, con los mofletes henchidos con una réplica que no llegó a expresar.

—Me llamo Gjerta, jovencito de lengua vivaz. No te muevas. —Y le retorció la nariz, que crujió entre sus dedos.

—¡Buuuuf! —exclamó Kaj inclinándose hacia delante de forma automática.

—¡Ughh! —gruñó, ahora por el dolor de costillas, recuperando la posición original, recostado contra el árbol.

—Aún no he acabado —informó Gjerta sacando un frasquito con algún tipo de ungüento—. Ayudarle a desnudar el torso, debo atender esas costillas rotas.

Apenas media hora después, Kaj descansaba sobre la hierba a la sombra del enorme tejo que los cobijaba. Tenía el rostro limpio de sangre y algo menos hinchado. Un vendaje le cubría parte del pecho y el hombro izquierdo.

La mujer se estaba lavando con tranquilidad las manos en el arroyo cuando los chicos se sentaron alrededor del muchacho herido. Gjerta lo advirtió por el rabillo del ojo y asintió satisfecha.

«Bonita colección de ejemplares atípicos has reunido, Lizeth».

Se dio la vuelta para verlos bien, mientras secaba sus manos en la falda.

«La mano del destino está obrando aquí algo que aún no veo. ¿Por qué si no reuniría a lo poco de auténtico valor que resta en la localidad?», meditaba.

Le devolvieron la mirada, no con descaro ni insolencia, sino con genuina curiosidad.

—Lo único de valor y los únicos con valor, por lo que parece. —comentó en voz alta, confundiendo a los chicos.

—¿Cómo? —preguntó Torben rascándose la barbilla.

—Lizeth me ha contado lo ocurrido con Kurt. Lo lamento, pero mentiría si dijera que me sorprende. Si acaso, que haya tardado tanto tiempo en revelar su auténtica personalidad.

—¿Abuela? —Se sorprendió Lizeth, poniéndose en pie.

—Es la verdad, pequeña. La sangre de los varones de mi casa está corrupta por la ira o por la codicia. En ocasiones, por ambas. Como tu padre.

Aquello escandalizó tanto a la chica como a Torben. Kaj fingía dormitar y Jasón, como de costumbre, guardaba sus pensamientos para sí.

La mujer alzó las manos, conciliadora:

—No por no querer ver algo, deja de estar ahí, hija mía. Y lo sabes. Tu madre era la única que traía cordura a su mundo… y la perdimos hace mucho.

Kaj abrió un ojo para observar el rostro de la chica, ensombrecido de repente al evocar el recuerdo de su madre.

«Duele, lo sé».

—Haríais bien en guardaros de ambos en el futuro —continuó Gjerta—. La civilización es en su caso una débil pátina que se les desprende sin dificultad llegado el momento.

—Pero… —Aún se opuso Torben —, el alcalde es el jefe. Dicta la ley.

—Ejerce la ley —puntualizó la anciana—, pero no la justicia. La ley sin justicia no es más que un paraje árido e inhóspito donde tan solo las alimañas prosperan.

—Me gusta usted. —dijo Kaj sin moverse, mordisqueando una brizna de hierba que se había desprendido del cabello de Lizeth.

«Aroma de violetas», pensó el muchacho sin saber por qué. Estaba un poco extrañado con todo esto. Rara vez se permitía dejarse invadir por sentimientos cálidos, fueran del tipo que fueran. Y sin embargo, allí estaba.

La mujer rio con una risa abierta y franca.

—Y tú me gustas a mí, Bartram. No te sorprendas tanto, hijo de Gudrun. He asistido todos vuestros nacimientos y azotado vuestras blancas nalgas antes que nadie. Por supuesto que sé tu nombre.

—Que imagen tan extraña es esa. —confesó Torben en voz alta, provocando las risas de los demás.

—Bartram es un nombre poderoso. —dijo Lizeth contemplando al chico extendido en la hierba. Éste se había incorporado por un segundo, sorprendido de escuchar su verdadero nombre y el de su madre, pero el dolor le había rendido de nuevo, obligándole a recostarse.

—Sí, sí… mírame. —rio el chico. Pero de repente, su gesto mudó por otro más serio y alerta. Todos los jóvenes lo hicieron, mirándose entre sí extrañados e incómodos.

Una sensación como de mariposas de alas afiladas se instaló en el vientre de la anciana.

«El destino ha cerrado su trampa y mi única nieta se ha metido en ella por su propio pie».

—¿Qué sucede? —preguntó con voz queda.

—Campanas. —dijo Torben, erguido y cubriéndose los ojos del sol con las manos, dando vueltas sobre sí mismo.

 –Sí, pero no sé de dónde procede el sonido. —añadió Jasón con la voz más ronca de lo normal.

—Del norte —Afirmó Kaj sin alzar demasiado la voz—. Se escuchan desde el norte.

—No hay nadie en el norte —Le discutió Torben intranquilo—. Nosotros somos el norte.

—Además —añadió Jasón —, el viento sopla del oeste.

—Es el norte. Bartram dice la verdad. —Se dejo oír la voz de la anciana, repentinamente quebradiza.

Todos se volvieron hacia ella. La mujer temblaba y lloraba.

—El norte llama, yo también lo escucho ya. Ronda baja la niebla por las laderas, cubriendo el bosque.

—¿Abuela?, ¿qué ocurre?, ¿qué significa? —suplicó Lizeth, asustada.

Gjerta se enjugó las lágrimas con el extremo de una manga, la mirada perdida a lo lejos.

—Este año no han venido extranjeros, nadie se ha perdido por nuestros bosques y en consecuencia el diezmo se ha retrasado. Es un aviso, para quien sepa escuchar. —dijo reaccionando al fin. Su mirada se aclaró y los invitó a sentarse de nuevo.

—Escuchad mis palabras y no las olvidéis, pues la vida os puede ir en ello. Voy a contaros una historia. Vieja, pero no demasiado.

«Vino con la niebla y el frío. Del norte. Y trajo la muerte con él».


Disponible próximamente en Amazon en formato eBook, tapa blanda y tapa dura.

© Alberto Martínez Sánchez 2023. Todos los derechos reservados.

Registro Safe Creative 2209222061075


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